Libros

María Moreno. Esa mujer

En una esquina de Buenos Aires se da cita lo mejor del arte argentino. El objetivo: ayudar a una de las grandes cronistas de habla hispana.

Buenos Aires
La periodista y escritora argentina María Moreno. SEBASTIÁN FREIRE

El flyer no pasa desapercibido. Sobre un fondo terracota, en letras negras dice: Subasta Todo para María Moreno. Debajo una fecha, un horario y una dirección. Lo difunden varios artistas en sus redes sociales. Carlos Bissolino, Daniel Santoro, Magdalena Jitrik, Ana Gallardo, por nombrar algunos. La cita es en una esquina de Buenos Aires: Gorriti y Pringles. Uno de esos codos que a principios del siglo XX fue corredor del malevaje y que, en la actualidad, es paso habitual de flaneurs y divisas extranjeras. El flyer agrega que hay que tocar el timbre 3. Sin embargo, cuando me detengo frente a la dirección señalada no es necesario: la puerta está entreabierta, el espejo disponible para ser atravesado.

Un hombre de alrededor de cincuenta años, con acento francés, mueve la puerta con cuidado. No es un conejo blanco, pero igual lo sigo. Juntos accedemos al hall de un edificio de pocos pisos. Luego de aplaudir, de preguntar en voz alta “hay alguien ahí”, y de tocar nuevamente el timbre 3, nos decidimos a subir la escalera. A los pocos escalones damos con el taller de un artista. En el umbral, una chica de rulos y de anteojos grandes nos pregunta nombre y apellido. Hoja en mano nos busca en la lista y, al encontrarnos, con un gesto amable, nos invita a pasar.

El taller, al parecer, pasó por una transformación repentina: de ser espacio para la creación mutó a escenario para una subasta, la otra punta del carretel en la cadena de producción artística. En el centro hay filas de sillas desparejas, en el aire un sonido de cuerdas que proviene de parlantes escondidos entre telas, cartones, pinceles y recortes de revistas. En una de las puntas del taller, del lado de la calle Pringles, cuelgan obras de Eduardo Stupía, Renata Schussheim, Carlos Gorriarena. En la otra punta, domina el espacio un tablón de madera convertido en barra de bebidas. Ensimismados, como palos de bowling, hay botellas de vino tinto, de champagne y del espirituoso vermú La Fuerza. Del otro lado del tablón, está Juan José Cambre, el dueño de la casa.

—Hoy me toca hacer de bartender —dice mientras llena vasos de plástico que se amontonan sin atropellarse—. Es la primera vez que hago esto —agrega con una sonrisa blanca, luminosa.

En el ambiente, hay una voz que está una tonalidad más arriba que la del resto de hombres y mujeres. Es la de la artista Zoe Di Rienzo. Una voz que es acompañada por un peinado de autor, como gustan decir en las peluquerías de la zona, con un rodete de esfinge sobre la cabeza hecho con precisión y delicadeza. Zoe tiene un vestido blanco y negro, y un chaleco “con lana de verdad” que, valga el piropo, le queda pintado. Ella también está estrenando oficio esta noche: será la marchante. Cuando el taller está repleto, y en el tablón de madera varias botellas vacías, dice:

—¿Todos tienen su bebida? Por favor llenen sus vasos. Vamos a empezar. 

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Pero antes de empezar hagamos una pausa. Mejor dicho, una nota al pie que desborde el pie de página. Una nota insurrecta, que invada el centro del texto, que se apodere y lo justifique. Y, sobre todo, que lo abra y transforme, para alentarlo a usted, lector o lectora, a que vaya corriendo a la librería, o a su dealer preferido, a pedirle algún ejemplar, del título que sea, de la obra de María Moreno.

Acá vamos. Para los que no viven de Wikipedia, una aclaración: María Moreno se llama María Cristina Forero. Al menos así es como la anotaron en el Registro Civil sus padres, en 1947. Es considerada una de las grandes cronistas y ensayistas de habla hispana. Escribió novelas como El affaire Skeffington y la maravillosa y autoficcional Black Out. Además, publicó libros de no ficción como El petiso orejudo, A tontas y a locas, Panfletos y Teoría de la noche, entre otros, que son faro en ese género híbrido, caníbal, que cruza periodismo y literatura, con teorías feministas y sociológicas.

María Moreno es un bicho de redacción. Se formó entre cables, llamadas de teléfonos y conversaciones en bares. En ese mundo, en ese siglo XX que ya no existe, construyó un saber transversal, profundo y amplio. Como periodista trabajó en redacciones en la última dictadura cívico-militar en Argentina y, en 1984, en el retorno de la democracia, fundó la revista Alfonsina, “periódico feminista”. Cronista punk y callejera, sus libros tienen la particularidad de que, en muchas ocasiones, no son textos programáticos, sino que son crónicas sueltas —publicadas en medios nacionales y latinoamericanos— que bordean intereses comunes: sexualidad, género, feminismo, calle, noche, alcohol, por nombrar algunos.

María Moreno, en sus años de juventud. ARCHIVO

En 2002 obtuvo la beca Guggenheim para investigar sobre política y sexualidad en los militantes en los setenta. Desde 2019 dirige el Museo del Libro y la Lengua, anexo de la Biblioteca Nacional de Argentina. En la última década, quizás un poco más atrás también, su figura hizo un movimiento desde los márgenes al centro de la literatura iberoamericana. Como síntesis de su reconocimiento continental, en 2019 obtuvo el Premio Manuel Rojas, que destaca a escritores iberoamericanos. En Argentina y España se reeditaron sus libros, en Chile hacen cola para verla en las presentaciones, es leída y discutida en Colombia, y no hay pibita o pibito que haya nacido en el siglo XXI que no la reconozca como pionera en tratar libertades sexuales en nuestra región. Su palabra, su voz de calle, barra y barricada, es faro en la revolución permanente del movimiento de mujeres en el continente. Un lugar de referencia que ella asume pero no deja de incomodarla. Un pedestal que siente ajeno y, a riesgo de convertirse en cemento patrio, Moreno se propone derrumbar en textos y acciones.

Ella, María Moreno, que se forjó un camino a los codazos, abriendo un espacio resistido a las mujeres durante el siglo XX, a fuerza de palabras, de palabras-cuerpo, de palabras-fusil, de palabras indómitas. Ella, María Moreno, esa mujer que siempre escribió porque no quería ser escrita, el 3 de julio de 2020 le dio la voz a su hijo Manuel, para transmitir desde su cuenta de Facebook la noticia que no hubiese querido poner en su boca ni en sus dedos. En su muro, decía: “Hola, soy el hijo de María. Ella está internada en el Sanatorio Güemes. Con un cuadro de acv. Está estable”.

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La actriz y directora Cristina Banegas está de pie en el balcón que da a la calle Gorriti. En una mano tiene una hoja, en la otra un cigarrillo armado. Papel y fuego, tinta y humo. Banegas, junto a Juan José Cambre y a Reneta Schussheim, fueron quienes tuvieron la idea de realizar una subasta con obras de artistas amigos para ayudar a María Moreno en la costosa rehabilitación que su obra social no cubre. Una performance comunitaria que muestra la mejor cara del camping del arte.

Zoe Di Rienzo se acerca hasta el balcón y la llama con un gesto de mano. Despacio, con un chal blanco sobre los hombros, Banegas avanza mientras esquiva sillas y corresponde saludos. Se sienta en el frente, en un sillón de una plaza, pegado al cuerpo de una mujer que cuelga de un arnés, hecho con acrílico sobre tela. Ese cuerpo tiene un nombre y un precio, se llama Marta, de Mariela Scafati, y su valor es de los más altos de la jornada. Banegas mira a Marta como si estuviera reconociendo a una amiga. Luego, se inclina apenas sobre la hoja que mantiene firme con las dos manos, y empieza a leer:

“El 3 de julio de 2021 tuve un infarto cerebral que me provocó parálisis en el lado derecho de mi cuerpo, incluida la mano —nunca pensaba en ella, simplemente estaba ahí para servirme en mis caprichosas asociaciones literarias, era la mano de escribir—. Estaba escribiendo sobre la potencia de la enfermedad y de la asimetría corporal en la obra de Lina Meruane y Mario Bellatin. Nunca volveré a provocar a los dioses que convierten la escritura en una profecía.

Mi mano derecha yace exangüe, lívida, sobre una plataforma de elevación; los dedos apiñados, las uñas pintadas de rojo, apenas firmes para sostener un abanico como en un cuadro de Prilidiano Pueyrredón. Mi pierna derecha se siente como la del capitán Ahab, pero mucho peor escrita. No escribo las palabras que deseo; a estas las olvido fácilmente. Escribo las que son fruto de una negociación; a veces, otras que nunca hubiera escrito de no haber tenido un ACV”.

El texto lo escribió María Moreno. Y fue leído por primera vez en público por la fotógrafa y escritora Inés Ulanovsky, en el acto donde se anunció la reapertura del Museo del Libro y de la Lengua tras su cierre como medida preventiva por la covid-19.

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Hay un cuadro que no está en la subasta, pero que representa a María Moreno más que ninguno. Es una obra de Daniel Santoro que se iba a exponer en 2020 en el Palais de Glace, pero pandemia mediante no pudo ser exhibida y fue difundida —su reproducción— por el artista en Instagram. La obra se llama Teoría y praxis en el bar, un óleo de 200 x 160 centímetros que captura una breve historia de la intelectualidad argentina del siglo XX. Del lado de afuera, por la ventana del bar La Paz, emblema de la avenida Corrientes, se observa a los escritores y ensayistas Ricardo Piglia, Luis Gusman, David Viñas, Horacio Gonzalez, Germán Garcia, Jorge Alemán, Nicolás Casullo. Y en el centro, con un vaso de whisky en la mano, una única mujer, una mujer única: María Moreno.

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La historia de la literatura no se puede narrar sin la relación con el dinero. Tanto en la ficción como en la no ficción, y en sus cruces y obturaciones, aparece el vínculo y, en particular, brilla la pregunta por el lugar del Estado en este lío. La literatura, como actividad artística, sabemos, está dentro de una industria y de un sistema de producción, en donde se mercantilizan creaciones individuales y colectivas. Entonces, ¿cómo se regula la experiencia íntima y social de la literatura (y cabe preguntarlo por las artes en general)? ¿El Estado se tiene que hacer cargo de sus escritores? ¿Qué literatura se produciría con escritores dependientes de un Estado mecenas? ¿Le interesa al Estado que se produzca y se lea más literatura? ¿Quién protege a los y las escritoras? ¿Cómo se valora económicamente su obra? ¿Cuánto prestigio puede pagar un sistema de salud?

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—Vendida —dice Zoe Di Rienzo y choca las manos, simulando un martillo en un estrado. Un hombre con campera inflada se lleva un cuadro de Gorriarena que donó su viuda. Como si estuviese programado, un corcho de champagne sale de la botella y rebota contra el cielo raso del taller. El sonido hace que todos giremos hacia el fondo, correspondiendo el llamado.

—Es María que está celebrando —dice en voz baja, casi un susurro, una mujer con un tapado negro en la última fila de subasta.

Es imposible que Cristina Banegas, sentada en el frente, la haya escuchado. Sin embargo, mira hacia el fondo, y dice:

—¡Levantemos la copa por María!

No hay brazo que se quede quieto. En lo alto se ven vasos de plástico verde, amarillo, rojo. Ninguno se toca entre sí, pero forman una constelación que, sospecho, si apagaran las luces continuaría brillando.

Escritor. Colaborador en medios como Página/12, Gatopardo, Revista Anfibia, Iowa Literaria y El malpensante, entre otros. Autor de las novelas Un verano (2015) y La ley primera (2022) y del libro de cuentos Biografía y Ficción (2017), que fue merecedor del primer premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina (FNA). Su último libro, coescrito con Fernando Krapp, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), también premiado por el FNA.