El último libro de María Negroni (Rosario, 1951) se llama El corazón del daño y empieza con una advertencia. Es probable que esa prescripción inicial para el lector esté relacionada con una sospecha de la autora: que esta excelente novela sea leída como una especie de autobiografía, de recuento y balance de una relación —la de la narradora y su madre, una presencia determinante en todo el relato—, de mera confesión documental. En esa advertencia inicial, explícitamente catalogada además, se cita a Pessoa (“La literatura es la prueba que la vida no alcanza”) para completar una de las ideas fuerza del libro, la del poder y la belleza de la invención literaria, la de la magia inescrutable de la escritura.
El corazón del daño —publicado este año en España por Literatura Random House tras su edición en 2021 en Argentina— no es la confesión de una historia íntima, sino un texto magnético que podría leerse perfectamente como un largo poema en el que no importa tanto la memoria sino la gramática, como nos cuenta Negroni, que propuso el poeta y lingüista francés Emmanuel Hoquard. Más que la trabajosa fidelidad de los recuerdos, su objetivo es el descubrimiento. “Voy a crear lo que me sucedió”: la primerísima cita del libro recurre a Clarice Lispector para ratificar una declaración de principios. Y lo cierto es que el efecto que provoca leerlo es singular. Porque hay muchos pasajes dolorosos, impactantes, pero la música del libro tiene una partitura impecable: la escritura de Negroni consigue uno de los objetivos más nobles y desafiantes de su oficio, el hechizo. “El tema es secundario, el libro es un objeto verbal, una música, una dicción, una prosodia”, reafirma ella. “Entonces está escrito con fragmentos. Y entre esos fragmentos hay espacios en blanco que son como silencios. El libro va uniendo todos esos fragmentos como si fueran piezas de un rompecabezas”.
Autora de ensayos, novelas y poesía, directora de la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF en Buenos Aires, ganadora de la beca Guggenheim de poesía y del Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI, Negroni también es profesora visitante en la Universidad de Nueva York, abogada y responsable directa de algunos libros que deliberadamente coquetean con el estatus de inclasificables como para confirmar su ambición experimental, su proceso de investigación constante y su desconfianza por las reglas excesivamente rígidas.
“Los libros tienen una manera extraña de suceder, deciden ellos cuándo y cómo”, reflexiona la escritora argentina. “La frase inicial que escribí para El corazón del daño (‘En la casa de la infancia no hay libros’) me llevó naturalmente a un recuento de lo que pasaba en esa casa. Y ahí apareció la figura central de la madre, que también está muy vinculada al origen de la escritura, la lengua materna. A partir de ahí el libro se escribió casi solo. No es un libro que busque ratificar una identidad. Aclaro esto porque ya me lo han preguntado bastante. Por el contrario, creo que el libro refleja más bien el estallido de una identidad. Tomo esa supuesta identidad que tenemos y hago que se quiebre. Es un libro lleno de ecos, distorsiones, discrepancias internas, voces. Una polifonía rara, porque es una polifonía de la intimidad. Muy cruda, también”.
- Hay crudeza en muchos momentos del libro, es cierto, pero también una escritura que no renuncia a la belleza. ¿Trabajó con la idea de lograr esos dos efectos simultáneos?
- Vengo de la poesía, y todo lo que escribí —los ensayos, las dos novelas previas a El corazón del daño que publiqué (El sueño de Úrsula y La anunciación)— tiene cierta impronta poética. Eso está relacionado con la conciencia de la lengua. La poesía no es la rima, ni las imágenes bellas, ni lo estético. Tiene que ver con una emoción que piensa, que es muy consciente de estar usando un instrumento que no es suficiente, las palabras, que siempre pueden ser tramposas, peligrosas, dañinas. Los poetas lo saben mejor que nadie, tienen una conciencia aguda del objeto con el que trabajan. Yo cruzo registros diferentes: narrativos, conversacionales, más coloquiales… Y de repente vienen esos momentos de sobresalto. Eso es la poesía. Pienso en una frase que aparece en el libro (“La literatura es una forma elegante del rencor”) y en el asombro que puede producir. A mí me asombra porque nunca lo había pensado antes de escribirlo. Eso se llama en literatura el asombro, algo que nos produce una iluminación profana, una breve epifanía. Pasa con el cine también. Son momentos mágicos. Esos son los momentos poéticos del libro.
- ¿Dónde más encuentra poesía?
- Hay momentos de una conversación con otra persona, por ejemplo, en los que aparece un elemento de la realidad que estaba escondido. Uno está con alguien y de repente, detrás del velo que parece tener esa persona, puede ver algo que no había visto hasta ese momento. Eso es un momento poético. Pienso también en alguna demostración política... Pero son casos excepcionales.
Seguramente, Negroni también detectará esa impronta en la obra de los autores que cita en El corazón del daño. Todas esas referencias son indiscutiblemente funcionales a la estructura narrativa del libro, pero también pueden observarse como un mapa de sus lecturas, de los intereses de una investigadora con mucha experiencia, y como una guía que estimula al lector a entregarse a su propia exploración. Baudelaire, Queneau, Balzac, Alejandra Pizarnik… Hay muchas pistas ceñidas a célebres nombres propios o incluso a microcosmos (la era dorada de Hollywood, la efervescencia política y la lucha armada de los años setenta en América Latina) que se pueden seguir para ir recorriendo el excitante laberinto que plantea el libro.
- ¿Hubo estímulos familiares que incentivaran su afición por la lectura?
- Tengo que separar. Por un lado, está la familia de mi padre, que era hijo de una pareja de analfabetos asturianos pero tuvo una abuela que lo empujó a ir a la universidad. Y por el otro, la familia de mi madre, que decidió no mandarla a la escuela porque era asmática. Mi mamá era una enciclopedia de saberes inútiles: sabía coser, bordar, cocinar... pero también hablaba inglés y francés. Y en su casa había un amor por el arte, mi abuelo materno era traductor, de hecho. Creo que el amor por la literatura viene por ese lado. En la época del primer peronismo (la década del cuarenta del siglo pasado), mis padres eran muy jóvenes, tenían unos 20 años, y eran muy críticos con ese proceso político. Eran muy conservadores en todos los planos. Para mí era algo muy asfixiante. Yo fui una hija bastante dócil, pero en algún momento me rebelé en todos los terrenos, incluso el político, y me fui de mi casa.
- Usted fue militante política en los años setenta. ¿Qué mirada tiene hoy sobre aquella experiencia?
- Todo lo que quise decir de esa época está en el libro. Hay, de hecho, una transcripción de mi novela La anunciación donde queda claro cuál es la lectura que hice de esa experiencia. Formo parte de una generación diezmada y también privilegiada, porque tuve acceso a un momento de euforia política social lleno de épica y de sueños. Eso no pasó solo en Argentina, fue un fenómeno muy extendido en todo el mundo. Ahora estamos en una situación completamente distinta. Porque ese sueño terminó en fracaso, y la norma es el capitalismo sin freno: un consumo desmesurado, la individualización más extrema. Lo que pienso de aquellos años está en el libro, insisto. Es una mirada escéptica, pero que rescata el carácter extraordinario de aquel momento. Las críticas que tenga nunca me podrían llevar a que eso cambie.
- Queda claro que lo importante de este libro es cómo se cuenta lo que pasa. Otra vez: su gramática, ante todo. Aun así, las remisiones a su vida personal son evidentes. ¿Terminó teniendo un efecto terapéutico escribirlo?
- Todos tenemos nuestros demonios, nuestros traumas, nuestros recuerdos difíciles. Lidiamos con eso a lo largo de la vida, lo vamos procesando, a veces con ayuda, a veces solos. Pero hay que pensarlo al revés: yo pude escribir el libro porque ya tenía una instancia cerrada, no como parte de una terapia. Entiendo que la madre es como una especie de imán, un eje en torno al cual gira el libro. O más bien la lengua materna, eso inasible que hay en la madre, ese deseo que queda siempre insatisfecho. Pero el libro no trabaja solo ese aspecto: también trata de cómo se forma una escritora mujer, por ejemplo, de cómo adquiere esa conciencia del lenguaje, de cómo encuentra su estilo, de cómo se integran, o no, la vida y la literatura.
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Tratándose de un libro donde las vivencias personales fueron un material esencial, una de las piezas importantes de todo el artefacto narrativo, es natural que se lo interprete a partir de esos destellos de incertidumbre que también despierta el cine que hace unos años está muy en boga, el que borra los límites de la ficción y el documental para establecer su propia verdad, su independencia y su singularidad. Pero Negroni es taxativa en este asunto: “No todos los que tengan la experiencia que tuve yo van a escribir este libro. El libro es un hecho estético en sí, más allá de lo que cuenta. Me viene a la memoria una conversación entre Mallarmé y Degas. El pintor fue a ver al poeta y le dijo: ‘Maestro, tengo unas ideas para escribir un poema’. Y Mallarmé le contestó: ‘Lo siento mucho, pero un poema no se hace con ideas, se hace con palabras’. Esa podría ser una manera de formular lo que me interesa de este libro. Pienso también en Juan José Saer, que le hace decir a Tomatis, un personaje recurrente en su obra: ‘En un libro hay tres cosas que importan: la forma, la conciencia y el lenguaje’. En las novelas de Saer no pasa mucho, o siempre pasa lo mismo: una larga conversación autobiográfica, la calle Córdoba de la ciudad de Rosario, los asados… No interesa tanto lo que pasa, en suma. Para Saer, la única preocupación moral que debe tener un escritor es la moral de la forma”.
En definitiva, El corazón del daño, dice Negroni, no es un libro “para hablar tanto del contenido”, y por eso le gustaría que la mirada del lector estuviera “más orientada al objeto literario”. El tópico reaparece en varios momentos de la entrevista porque justamente el libro problematiza la relación entre experiencia y arte. “Al margen de la relación que pueda haber entre la vida y la escritura, no hay un pasaje directo entre experiencia y arte. No lo hay”, enfatiza la autora. “El arte no es una fotocopiadora. Lo que hace todo el tiempo es complejizar, o tratar de captar algo que todo el tiempo es elusivo. No existe una copia exacta de la experiencia. La memoria es difícil de reproducir, es una construcción. Por eso sugiero que se ponga el foco en la gramática de este libro, en cómo está armado este artefacto verbal que, como me dijo un amigo, podría definirse como un OVNI (Objeto Verbal No Identificado)”.
Entonces, cuando le preguntan en alguna conversación informal “¿De qué va el libro?”, María Negroni elige una respuesta contundente: “No va de nada, no se puede glosar. Como no se puede glosar un poema. Lo tengo que leer de nuevo, en todo caso”. Para ella, ponerle atención a la forma es una manera de trabajar sobre una obsesión. “La poesía de Juan Gelman”, explica, “está llena de rarezas sintácticas, gramaticales y conceptuales. ‘Dios se fue al vacío que dejó su muerte’, escribió alguna vez. Ahí hay algo que nos está hablando desde un hueso del lenguaje y que está llevando a cabo todo tipo de rupturas. La belleza es un sobresalto, tiene que ver con lo inesperado, con lo que no es cliché, con lo que no ratifica lo que ya sabés”.