Libros

“Me estoy volviendo una vieja metalera”

Una charla con Mariana Enríquez, autora del flamante ‘Un lugar soleado para gente sombría’ y, además, estrella mundial de la literatura.

Buenos Aires
La escritora argentina Mariana Enríquez. NORA LEZANO

Nuestra parte de la noche es un portavoz de la oscuridad humana que, como las cartas de Dalí, revela lo innombrable. Es una experiencia de lectura encantadora, demoledora y única”. Aparecida en marzo de 2023 y firmada por Danielle Trussoni, escritora y crítica cultural, esa reseña del The New York Times significó ya no la consagración de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973), sino la ratificación de que su flamante lugar en el Olimpo de la literatura planetaria estaba asegurado. Un año antes, por caso, había sido el Nobel japonés Kazuo Ishiguro quien la había colmado de elogios. Pero ahora, o en los últimos meses, a ese estatus o privilegio Enríquez le ha sumado —lo correcto sería decir “le ha ocurrido”— un acontecimiento que no solo vuelve excepcional su aventura narrativa, sino que la ubica en una categoría que ningún otro escritor o escritora argentina había alcanzado: la de transformarse en un fenómeno pop universal.

La exhibición de ese poderío se vio reflejada hace pocas semanas en la vía pública de España: como si se tratara de una estrella de la música de la talla de Dua Lipa o María Becerra, a comienzos de marzo, las calles de Madrid y Barcelona amanecieron con afiches con un gran retrato de ella que anunciaban una gira por una decena de ciudades ibéricas. Si es cierto que, ante el altar del mercado, la literatura de género —no así la infantojuvenil del tipo Harry Potter— hace ya muchas décadas que sucumbió ante la colosal envergadura de la música pop y urbana, el estado de gracia de Enríquez aparece como un mojón de extemporaneidad inédito que sorprende a todos, incluida ella.

Son los primeros días del otoño y estamos en un bar del ombligo geográfico de Buenos Aires, en la frontera entre Parque Chacabuco y Flores, arquetípicos barrios de clase media porteña. A escasos metros de aquí se encuentran el Hospital César Milstein y el Hospital Municipal de Quemados. Quemados, magulladas, deformes, enfermas, desquiciados: así son algunas de las criaturas que pululan por los cuentos de Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama, 2024), la última obra de Enríquez que se acaba de editar en Argentina y que, rápidamente, se ubicó entre los más vendidos del país. Algunos de esos personajes extraños, como los del cuento ‘Mis muertos tristes’, título que remite inexorablemente a ‘Mis muertos Punk’, de Rodolfo Fogwill, fatigan las veredas de una Buenos Aires en descomposición, una atmósfera que tampoco está a años luz de lo que sucede alrededor.

Vestida con una remera negra de thrash metal, Enríquez se sienta ante COOLT mientras pide para almorzar unas brusquetas con guacamole. Habitual en ella, la ganadora del Premio Herralde 2020 —primera mujer argentina en obtenerlo— se entrega a la charla con relajada naturalidad, hasta con desparpajo. Se acostó tarde anoche, pero no porque se haya quedado leyendo, escribiendo o porque haya tenido una función en el teatro, sino porque se entretuvo mirando tenis. Concretamente, el Miami Open. Fan de Novak Djokovic, Enríquez está subscripta a solo dos plataformas: Spotify y TennisTV.

“Hablemos de lo que quieras”, propone, llana. En su gestualidad, o en su elocuencia, no hay indicios de algo parecido al divismo, menos a la solemnidad. Acaso porque muchos inviernos en las carreteras del rock —Enríquez durante varios años fue periodista musical— le han inoculado anticuerpos contra la arrogancia y, en consecuencia, la han convertido en una presencia despojada de toda afectación, alguien singular, casi inusual, para el atildado mundo de las letras. Podrá ser, y lo es, una especie de rock star global, pero su aspecto y su determinismo la hacen confundir con una chica de barrio macanuda.

Es curioso lo que sucede con ella desde siempre, o desde sus tiernos inicios, porque su talento precoz le endilgó prematuramente el resbaladizo mote de “promesa de las letras”. Su primera novela, Bajar es lo peor, publicada por editorial Planeta cuando tenía 22 años, le permitió, entre otros privilegios, ser invitada a un popular programa de TV llamado Memoria, conducido por Chiche Gelblung. No era un espacio destinado a la alta cultura o al pensamiento abstracto, sino un micro en el que cabía el mundo con sus manifestaciones más prosaicas, incluso bizarras. Allí apareció Enríquez en pleno menemismo vestida de oscuro, con borceguíes y sus ojos delineados de negro. Un cruce entre Patti Smith y Breat Eston Ellis del hemisferio sur. Eran tiempos de recitales sin glamour, consumos y placeres. Si hay un libro suyo que rastrilla y relata buena parte de esa formación emocional —que incluyó, claro, trepidantes cabalgatas químicas— es Porque demasiado no es suficiente. Mi historia de amor con Suede, editado el año pasado por Montacerdos. En él, la autora de Los peligros de fumar en la cama revela buena parte de la cartografía cultural que la atraviesa, además de erigirse en un alegato afiebrado de su fascinación por el grupo londinense. De eso, de su último opus de cuentos, de la Argentina gobernada por libertarios y de la inédita experiencia de ser una estrella literaria universal habló Enríquez con COOLT.

Mariana Enríquez, una 'rock star' literaria. NORA LEZANO

- ¿Cómo estás tomando vos este momento tan especial? Porque está sucediendo algo que no sucede nunca en la literatura y es algo sorprendente y gratamente extraño. Tu gira por España fue promocionada con afiches callejeros, algo que nunca sucede.

- Yo en realidad fui a España porque estuve en el jurado del Premio Ribera del Duero que ganó Magalí [Etchebarne] con un librazo. Me alegró mucho ser yo la que se lo diera. Y ahí, claro, Anagrama me dice: “Aprovechemos que venís, porque tu tarea con el jurado consiste en un día de deliberación y otro, alejado, con el anuncio”. Y en el medio eran un montón de días. Y me dicen: “No tiene sentido que vayas y vengas dos veces para eso, armemos varias ciudades, armemos una gira y así como divertido, hagamos los afiches”. Y lo hicimos. Como yo no tengo una idea solemne de la literatura, a mí no me parece nada. O sea, lo que quiero decir es esto: a mí el libro, y todos mis libros en general, salvo algunos que son específicamente más pop y que tienen otra entrada, me parecen todos súper literarios, y algunos muy hasta complejos. Entonces, para mí era ¡pam! Hicimos Barcelona; de ahí nos fuimos a Pamplona. Después nos fuimos a Zaragoza; después hicimos el sur, Málaga y Sevilla. Después volvimos a Madrid, de Madrid nos fuimos a Salamanca y terminamos en Madrid.

- Una gira.

- Sí, una gira. Y bastante intensa. La verdad es que vino muchísima gente. No lo digo con arrogancia, es un hecho; en algunos lados hasta quedó gente afuera. En Madrid hicimos la charla con Cristina Rosenvinge, creo que fue la única que me dio un poco de nervios, porque yo soy muy fan de Cristina y no la conocía. Es amiga de una amiga mía, entonces iba tranquila en ese sentido: teníamos una persona en común que había roto el hielo por nosotras. Después fue todo muy cool y muy tranquilo, y yo la paso bien.

Pero creo que todo el mundo estaba sorprendido de que en España se produjera eso. Acá o en América Latina puede pasar, pero en España, que se produjera eso sí era raro. Los carteles sirvieron, pero no sé hasta qué punto. La mayoría de la gente que vino es gente que me leía. Creo que sirvieron como aviso.

- Sirvieron más que nada como un gesto, quiero decir: está pasando esto y se plasma en ese afiche. Es decir, no te agregan nada a vos en el sentido, pero para el de afuera, para el que está mirando, es: “Apa, esto no pasa nunca”. Y está pasando.

- Sí, a mí me sigue sorprendiendo. Me resulta muy, muy, muy sorprendente. Pero, al mismo tiempo, ya me relajé con que es así, y también me relajé con que puede dejar de ser así.

- Y tu cotidianidad, tu día a día, ¿cambió en el último año y medio, dos?

- Sí, mucho. Porque hay mucho viaje, que es algo que me encanta.

- En ese sentido, tu libro sobre Suede queda claro que disfrutás tanto de Suede como de viajar. Y de viajar sola, además.

- Viajar sola, sí. Ahora me voy a Irlanda, en mayo, y ahí me llevo a mi marido, porque hace mucho que tenemos ganas de conocer Irlanda y ya que está, viene. Pero, si no, para él es una especie de tortura. Para mí es una especie de tortura pero buena, porque yo estoy trabajando y recibiendo el cariño de la gente, la onda, etc. Pero él está ahí ¿haciendo qué? Y encima con toda la obligación de tener que ir a comer con los editores, con los libreros, etc.

- Que te hagan las mismas preguntas...

- Escuchar siempre lo mismo, la misma cantinela que él ya conoce. Pero cuando es una cosa que está buena, nos vamos. A Islandia nos fuimos juntos, ahora vamos a Irlanda. Entonces, todo es beneficio. Porque, aparte, tengo la idea muy instalada: “Hay que aprovecharlo ya”. Porque quién sabe cuánto dura esto.

- A vos como escritora, ¿también te condicionó algo, te quitó el tiempo, te quitó energía, tensión? ¿Este último libro cuándo lo escribiste?

- El verano de 2023.

- Quiere decir que aún en la cresta de la ola te seguiste sentando y escribiendo.

- Lo escribí casi todo en ese verano. Y el de Suede un poco antes. Yo no escribí nada en la pandemia, empecé a escribir a partir de 2022 —retomé la escritura, digamos—. Y empecé a escribir una novela que terminaré cuando pueda o cuando el tiempo de la novela lo determine, pero no me voy a apurar con eso. Había como una cosa de que vuelva con una novela después de Nuestra parte de noche, que salió en 2019. Entre todas mis novelas me tomé como 10 años para escribirla, y encima en el medio estuvo la pandemia que no escribí nada.

-¿Qué pasó en la pandemia? ¿Por qué no escribiste?

- Al principio estaba como todo el mundo, muy fóbica. Y eso trae, para mí, todo un montón de consecuencias psicológicas que hacen que no estés en un estado mental para escribir. Después, lo que me parecía es que estaba muy tomada por el afuera, y que el afuera era súper apocalíptico en todo sentido. Y no solo apocalíptico, sino súper raro. Si uno se pone a recordar… Los aviones de Rusia que venían, el conteo de muertos todos los días, la paranoia de ir a visitar a la gente que estaba enferma o a la gente vieja…

- Vacuna, no vacuna…

- Pero también barbijo, no barbijo. El barbijo de tela que no sirve y el azul que te sirve…

- Y ahí aparecen los anticuarentena, los antivacuna, los hartos del encierro, etc.

- Un nivel de neurosis muy alta. A otra gente no, pero a mí la neurosis me invade. Entonces, más o menos ahí me tranquilicé haciendo un libro con Alderete, El año de la rata, que fue un libro que me propuso él. Él, enfermo, lo escribió —lo dibujó, en realidad—, y me dijo: “¿Tenés ganas de ponerle algo?”. Y yo dije: “Bueno, empezamos a hacer”. Ahí medio se quebró. Pero, después, también yo creo que tenía una reacción un poco rebelde, contra fóbica, con toda la cosa muy burguesa de la gente que decía: “¡Ay! yo estoy haciendo masa madre, estoy escribiendo veinte novelas”. Yo estaba viendo las ciudades vacías, todo mal, enfrentando la posibilidad de la extinción de la especie, que además va a ocurrir irremediablemente con el calentamiento global. Entonces, me parecía una especie de frivolidad espantosa escribir una novela cuando el mundo te estaba diciendo: “¡Hello! Se acerca tu fecha de vencimiento”.

Después, salir de ese estado mental —porque es un estado mental— no es lo más fácil del mundo tampoco. Cuando salí de eso, me puse a escribir de vuelta. No con demasiada presión en el sentido literario de tener que romperla, pero porque Nuestra parte de la noche sale justo antes de la pandemia y estalla como éxito durante la pandemia, cosa de la que yo me doy poca cuenta porque estaba encerrada. En 2021, o fines, cuando más o menos se libera la cuestión, ahí sí pude ver que había funcionado el libro y me tuve que aclimatar a esa realidad.

- Además, en esa época vos todavía estabas en Twitter, que también puede ser un espacio nocivo. De hecho, vos te fuiste de Twitter.

- Me fui, no por la pandemia, sino por una discusión que tuvo que ver con la escritora colombiana Carolina Sanín. Ella tiene unas opiniones muy fuertes y bastante conservadoras acerca de cuestiones de género con las que yo no estoy de acuerdo, pero me parece que, cuando hay una persona que piensa sobre el tema y que es una opinión radicalmente diferente a la tuya, está bueno escucharla. Eso estoy hablando entre gente cis, o sea, si la gente trans se ofende es otra cosa, está bien que se ofenda. Pero después, que no la publiquen en una editorial, cancelándola por sus opiniones acerca de una cuestión, cuando sus libros no tienen nada que ver con eso es lo más mínimo, me pareció que se merecía no sólo que se la defendiera, sino advertir un poco de alguna manera: ojo, que ahora el péndulo está ahí, pero mañana el péndulo va a estar de la otra parte.

Si vos a la gente que piensa distinto que vos pero que es amable, respetuosa, estudiosa, copada, inteligente, la vas a tratar como si esto fuese un linchamiento en una aldea medieval, a mí no me parece. Incluso si ella hubiese sido agresiva, capaz que fue agresiva porque se tomó tres tragos, se emborrachó y tuiteó boludeces como hace todo el mundo. Yo no me pongo a juzgar esas cosas. Fue tanto la reacción contra eso, no tan terriblemente agresiva, pero lo suficiente como para que yo diga: “¿Por qué estoy acá yo?, ¿por qué estoy perdiendo el tiempo contestando esto, hablando con gente que ya está convencida, que no la vas a poder sacar de ahí, teniendo que defenderme si yo soy esto, lo otro, si soy terfa, si no, se van a la mierda?”. Entonces, básicamente, “chau”.

- ¿Sentís que te quitó algo eso?

- No.

- ¿Y cómo te llevás justamente con esa especie de cláusula gatillo que en ocasiones puede ser la cancelación?

- Es súper irritante para mí, porque lo que impide es, primero, poder pensar sobre el tema, y después, admitir que la gente puede cambiar. Hay algo cruel. El otro día estaba escuchando que Martín Kohan decía que está de moda la crueldad, y tiene razón, es verdad. Y es muy evidente en el trato. Sobre todo, porque además, como el Gobierno en este momento utiliza la lógica de las redes, la lógica de las redes es muy agresiva.

- ¿Y crees que desde diciembre, con el triunfo de Milei, eso se exacerbó?

- Sí, pero no creo que las cancelaciones moralizantes hayan sido más amables. Me acuerdo de algo que a mí me toca y que no es político, pero sí es político en otro sentido: yo soy súper fan de Ryan Adams, a él lo cancelaron mal en un momento porque supuestamente había tenido sexo virtual con una chica menor de edad. Eso fue a juicio, la chica dijo primero que no era menor de edad, pero que le mintió. Después, en una larguísima nota en el New York Times, muchas de sus exnovias y exesposas lo acusaban de un montón de cosas. Básicamente, la acusación era que él era un mal esposo, un novio con deficiencias emocionales…

- Un narcisista, o lo que fuera.

- Un narcisista, un músico de rock. La piba le dijo que no, estaba de gira con él la novia, se pelearon y él no quiso seguir de gira con ella. Como él tenía el power, lo hizo, cosa que está pésimo. Pero lo que hizo fue eso, y fue cancelado, no se difundieron más los discos. Hay como una cosa de decir: ¿hace falta castigar de esta manera? Es un comportamiento que está mal, pero ¿hace falta [actuar] con la lógica del linchamiento, con la lógica de la exposición? ¿No podemos hablar de otra manera, ellas no pueden hablar de otra manera, necesitan hacer eso? Es muy bestia.

- No hay matiz y no hay sutileza. Como en Anatomía de una caída, donde si reducimos la existencia de la pareja a la discusión de la noche anterior, entonces sí, son dos asesinos en potencia. Pero la vida no es esa discusión.

- Claro. Estamos hablando de cosas miserables, tratar mal a tu novia, está mal, está pésimo, pero.... Para hacerla corta: lo que más me molesta de todo eso es la superioridad moral. La superioridad moral es un problema, porque después la superioridad moral también tiene que ver con la reacción, por ejemplo, que estamos viendo ahora.

- Como si hubiera habido gente mucha que se cansó de la narrativa instalada.

- Yo no estoy diciendo que sea causa y efecto. Lo que estoy diciendo es que ahí hay un resentimiento que en algún momento se percibió como un daño y hay que preguntarse qué es. Soy progresista de nacimiento, con lo cual sigo pensando que tengo razón, pero me parece que a veces hay que escuchar otras narrativas.

- Parece un fenómeno universal, o al menos de buena parte de Occidente. Vos acabás de volver de España y supongo que lo habrás notado ahí también.

- Sí, la idea es la misma. La derecha es absurda. Me crucé con una marcha estando en Madrid. Estaba yendo a la casa de unos amigos que viven cerca de la sede del PSOE. Entonces me crucé con la marcha, chicos con unas patillas largas, gente con remeras de Franco. Tengo amigas que tienen sobrinos adolescentes que cantan el Cara al sol.

- Hay un fenómeno juvenil, acá también sucede.

- A España no le va nada mal como para estar tan rabiosa. Acá por lo menos sí nos iba muy mal, la gente tomó una opción maximalista. Pero lo que quiero decir es que me preocupa más pensar sobre el fenómeno que estar indignada todo el día, esa es la cuestión. Enójate, pero después hay que pensar qué pasó, porque son nuestros hijos los que son fachos. Eso explícamelo. Todas las generaciones tienen una reacción de la anterior, ¿pero tan grande? Mis padres eran súper progres, en mi casa estuvo siempre el poster del Che, mi padre [era] antifranquismo total, y yo no salí facho de esa casa. Por ahí no salí tan entusiasta de eso como ellos.

- Bueno, sos hija de tu tiempo.

- Es el contexto. Es el contexto histórico hoy para estos pibes o para la gente grande que está de acuerdo con estos pibes. Hay que pensar cuál es el contexto. Yo tengo la sensación de que no lo estamos entendiendo.

- A Milei lo votaron los jubilados.

- Un montón. Y un montón de gente pobre.

* * * *

Buenos Aires, abril de 1983. De paso por la ciudad con motivo de la tradicional Feria del Libro, el escritor mexicano Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, mundialmente conocido como Juan Rulfo, autor de Pedro Páramo y, para entonces, leyenda viviente de la literatura latinoamericana, le concede, junto a los también narradores José Donoso y Jorge Asís, un reportaje a la revista Gente. En la entrevista, los tres son consultados acerca de uno de los temas nucleares de cualquier peripecia literaria: si viven de su arte, es decir, si viven de la venta de sus libros, aunque también, si viven en estado de escritura permanente, si concentran todo el caudal de su potencia vital en la creación y en sus tareas subordinadas, es decir, la alimentación de esa fuente de energía, la lectura. Ante la respuesta afirmativa de Asís —por entonces best seller—, Rulfo señala que no, que para mantener a su familia él debe vivir de ser editor y, eventualmente, de hacer traducciones. Aún cuando Pedro Páramo para entonces ya había sido traducida a más de 30 idiomas y llevaba vendidos más de medio millón de ejemplares, el gran autor nacido en Acapulco confiesa que tiene un jefe y que debe cumplir una tarea a cambio de un salario. Nada nuevo, por cierto, pero llamativo por su condición de tótem. Salvando las distancias (en principio, Nuestra parte de la noche fue traducida a “solo” 23 idiomas), con Enríquez sucede algo similar. Trabaja desde hace más de 25 años en el diario porteño Página/12, donde edita artículos de cultura para el suplemento dominical Radar y escribe columnas.

- ¿Por qué seguís trabajando a diario en Página/12? ¿Qué te da eso hoy?

gina me da sensación de estabilidad. Yo no sé si podría estar sin un trabajo... Hace rato ya que trabajo para ciertas áreas del diario, entre ellas Radar. Lo hago cuando puedo. En el momento del día que puedo. Y puedo sostenerlo a la vez.

- ¿Se vincula con eso que mencionabas antes, eso de: “Yo no sé cuánto va a durar esto”?

- Sí. Yo sé que hay gente más arriesgada. En ese sentido, demasiada crisis en esta vida. Ellos también son conscientes de que cambió un poco el lugar donde estoy posicionada. Entonces, intentan tener la firma…

- Y, además, a vos también os da el beneficio de que escribís los temas que te gustan.

- Y tenés tu contacto con la realidad, que para mí es fundamental. Pero no solamente por los temas que te puede aportar, porque son temas de cultura, de manera que tenemos una relación con la realidad relativa. Porque sí, la cultura se produce con cuestiones materiales, y de eso somos bastante conscientes, pero, en general, el periodista cultural lo que examina es el producto final. No tanto cómo se hizo, sino lo finalizado. No estás hablando tanto o no todo el tiempo de cómo cambió la situación de los músicos. Ahora sí, porque estamos con todo un montón de cuestiones de cómo se financiaba la cultura que pasaron a primer plano, pero durante un montón de tiempo, lo que terminás valorando o hablando es con el artista, con el producto finalizado, y no con todo el proceso. Quizá una de las lecciones de este tiempo es ver cómo eran esos procesos. Y lo complejos que eran los procesos incluso con las ayudas, porque era asombrosamente poca plata.

- No es novedad que los medios están en crisis. Ahora están cerrando Télam. La sensación es que está terminando algo. No sé si es el mejor oficio del mundo, como decía García Márquez, pero sí pareciera que cierto periodismo se está desvaneciendo porque no hay quien lo quiera pagar.

- No hay quien lo quiera pagar, sí. Se está acabando, al menos, en los términos en los que era. Hay otras cosas que se están acabando también.

- Sobre todo en Argentina, o en Latinoamérica, porque la ausencia de control de daños fue total hasta en los medios más grandes. En ese sentido, en el hemisferio norte, los diarios más grandes, tipo New York Times, con las distancias del caso, sí parecen haber encontrado la fórmula.

- Porque también es una cuestión de deseo. Por ejemplo, la mayoría de los medios en España son con paywall, o sea, hay que pagar. Yo no estoy suscrita a ninguno porque, a esta altura, no leo, no tengo la costumbre tampoco. Y aparte, por periodista, también me doy cuenta de que, si quiero tener un buen panorama de lo que está pasando, tengo que leer siete diarios. Entonces, si esos siete diarios los tengo que pagar en euros, es una locura. Pero lo que a mí me pasa, y le debe pasar a mucha gente ya, es que el deseo de poner esa guita no lo tenés, porque decís: “No, no voy perder el tiempo en esto”. Mucha gente empieza a caer —yo misma— en informarse por Google, en informarse salpicado. Ahí ya se pierde la narrativa, y cuando se pierde la narrativa, perdés la historia. Hay algo del deseo que no está configurado. ¿Y cómo volvés? Porque Spotify funcionó, Netflix funcionó. Todas las plataformas funcionaron, y eso que son un montón.

- Que son un montón y que conviven.

- Y conviven con una gratis como YouTube. Las de música también. Ahí hay otra cuestión, que es cuánto se le paga a los músicos, que es súper injusto y que los obliga a poner todo el tiempo el cuerpo. Pero la gente rápidamente aceptó. Yo Spotify lo pago, y pago Tennis TV. Y lo pago sin historia. En el periodismo está costando más, y también es una cosa para pensar por qué. Me parece central ver cómo eso se va resquebrajando, y que se va resquebrajando quizá por una falta de interés de la gente en saber lo que pasa. Como esta cosa, el otro día lo decía en una radio: la gente que te dice, “Pablo, yo siento que ese pantalón negro te queda muy bien”. A ver, yo “no siento” que te queda muy bien: a mí “me parece”, yo “observo” que te queda muy bien, pero “sentir” ese pantalón, no.... Que ese verbo se haya incorporado al léxico de la manera en que se incorporó, como una cosa de verdad, como una valoración...

- De verdad y de autoridad: “Como lo siento, tengo razón”.

- Como lo siento, tengo razón. “A mí me parece que”... no, no, no, los hechos son hechos. Son debatibles, todos sabemos que la subjetividad, que no hay una historia única, etc., pero hay hechos que son hechos. Entonces, por eso yo con el video del 24 [de marzo] del Gobierno me volvía loca porque decía: “Presos por combatir al terrorismo”. No, señor, están presos por cómo combatieron al terrorismo, en todo caso. No por combatirlo, sino porque asesinaron ilegalmente, fue clandestino, etc. O toda la discusión criminal, yo diría, de la cifra. Hermano, la cifra la tienen los asesinos, que la digan ellos y terminamos la discusión. Y ya está.

Enríquez dice que quiere “aprovechar” su momento. NORA LEZANO

* * * *

Son muchas y variadas las influencias y las inspiraciones literarias de Enríquez. Hay clásicos de su país como Jorge Luis Borges, Manuel Puig, Silvina Ocampo (de ella escribió la no ficción La hermana menor) o Roberto Arlt. Abundan, sobran, referencias estadounidenses como William Faulkner, Flannery O’Connor o Toni Morrison. Ahora bien, hay una que es decisiva y que se lleva la parte del león de su abrasivo gusto por el terror: el prolífico y dominante Stephen King y, en especial para Enríquez, el insoslayable Cementerio de animales. Enríquez tenía 10 años cuando lo leyó; las puertas del mundo de las tinieblas se le abrieron de par en par. “Recibí la novela como regalo de Nochebuena”, recordó en un texto. “Empecé a leerlo la mañana de Navidad. Leí todo el día, paré para comer las sobras de la cena, y al atardecer, ante una página particularmente brutal, arrojé el libro lejos de mí, como si fuese un insecto venenoso. Es mi recuerdo de lectura más vívido, iniciático y definitivo. Cuando expulsé ese libro de mis manos supe que quería escribir, y entendí el inmenso poder de la ficción, lo verdadera que podía ser”.

Pasado el tiempo, aparecieron otras musas que se sumaron, como capas de una materia en aumento, a aquellas semillas germinales. Hubo influencias que no fueron literarias, o lo fueron de forma oblicua, porque en ella también aplica eso que sostenía Stendhal: “Son las otras artes las que me enseñaron a escribir”. Estamos hablando de música y de rock, claro. Para Enríquez, a la par de King, cantautores como Nick Cave, Bruce Springsteen, Rufus Wainwright o Patti Smith, y grupos como los citados Suede, los Rolling Stones, Manic Street Preachers o la Velvet Underground fueron tan importantes para su conformación cultural como cualquier narrador clásico. De eso, pero sobre todo del cambio de piel de la cultura rock, se refiere ahora.

- ¿Cómo te estás llevando vos con la época, con los cambios en la música, con la pérdida de protagonismo del rock? Venís de hacer un libro de Suede que es una especie de, entre otras cosas, apología del fanatismo, una reivindicación de la pasión femenina por la música.

- Del fandom como lugar de pertenencia. Y de cosas para mí muy antiguas: una manera de relacionarse con lo trascendente en el arte que fue tapado y pisoteado por la crítica analítica. Es como que vos trates de explicarme la magia del sonido de Sticky Fingers de los Rolling Stones porque lo grabaron en Muscle Shoals. Por supuesto que tiene que ver, porque tiene ese sonido pantanoso y que parece que todo está grabado con una tormenta. Pero ese disco, además, es un disco súper sexy; es un disco tristísimo. Escuchás Wild Horses y decís: “Dios mío, esto suena a separarse de una persona a la que querés”. A mí no me importa cómo está afinada la guitarra, pero sé cómo está afinada la guitarra. Porque una cosa no tiene que ver con la otra. Pero es como que vos pidas que una persona, frente a una pintura, te explique si hubo una capa de color o no, si dibujó primero y después hizo el color o directamente pintó con el óleo sobre el lienzo; y la pintura es Las Meninas. No, Las Meninas, vos lo que ves es: “¿Por qué estoy tan alucinada y fascinada con esta pintura de la hija del rey?”.

- Como si la técnica o el dispositivo superaran o explicaran la magia que produce eso, la fascinación que despiertan.

- ¿Por qué? No importa por qué, te fascina porque te fascina. Entonces, para mí es una reivindicación de eso, y aparte hago una especie de genealogía: las chicas que seguían a Baco o al dios Pan, que desde el principio el dios Pan es el éxtasis de la naturaleza, que es sexual y que es música, que es sensorial. Eso continúa y eso no se puede parar, pero además siempre va a existir porque eso es hormonal, es humano. Vos podés tener las dos dimensiones, no tiene nada que ver. Si no, no podés entender un artista que sea muy competente técnicamente y terriblemente emocional en lo que hace. Scott Walker, por ejemplo.

- De alguna manera, también en parte por el cambio de la técnica musical, de su homogenización, el rock se volvió un género que ya no tiene la supremacía absoluta que tenía hasta hace quince años, sino que pasó a ser uno más como tantos otros.

- A mí lo que me pasa es que el rock como tal no es algo que busque, porque sé que no voy a encontrar mucho y que lo que encuentro que me gusta es súper indie. Por lo general para mí, viene de la música más pesada; me estoy volviendo una vieja metalera. Siempre me gustó mucho el metal. Aparte —esto como una cuestión que está bueno decirlo, porque tiene que ver con las condiciones de laburo de una periodista de rock piba—, a mí no me mandaban a cubrir a Bowie, a mí me mandaban a cubrir a Pantera porque nadie quería ir a ver a Pantera. Entonces, yo me comí veinte shows de Sepultura alucinantes, mientras otros iban a cubrir a Pet Shop Boys, que también me encantan. Pero la experiencia de ver a Pantera te sucede en el cuerpo.

Entonces, hay un montón de música muy pesada, chicas locas como Lingua Ignota o Ragana, pero es muy indie. Después, lo que sí me empezó a pasar es que hay pop de altísima calidad: Mitski me vuelve loca, Lana Del Rey me vuelve loca, Taylor Swift me parece que el 80% de lo que hace es buenísimo. A mí me gusta mucho la música country y está volviendo la música country gracias a Taylor, cosa que le voy a agradecer toda la vida. Hasta Beyoncé sacó un disco country, y eso es por Taylor Swift. Entonces, lo que estoy encontrando…

- El menú lo seguís conservando, es decir, tenés un menú.

- Sí, hay un menú. La centralidad del rock, además, de las bandas que ahora son clásicas son bandas que no me gustan, que no me gustaron nunca. Foo Fighters no me gusta, Coldplay no me gusta, Metallica hasta el disco negro me gustó mucho y después chau. No me interesan esas bandas de rock centrales, no las iría a ver, no las iba a ver antes. Nunca U2, déjame de joder. El rock se convirtió en estas grandes potencias muy conservadoras, y los únicos que banco son los Stones, porque son como hombres en la luna, es otra cosa: los discos incluso malos son mejores que los discos de toda esta gente, se revitalizan. Entonces, no me preocupa demasiado, porque no pretendo encontrar algo ahí que me guste.

- Y los géneros o subgéneros nuevos, todas las derivaciones del hip hop y el reguetón...

- No me gusta pero me parece que está bien, porque no es para mí eso. Hay un momento de darse cuenta de que una es grande. A mí me gusta el hip hop. Por ejemplo, Kendrick Lamar me vuelve loca, lo fui a ver en vivo. Siempre me gustó N.W.A. y siempre me gustó Wu-Tang Clan, Eminem, etc. Pero es otra cosa. Lil Wayne me gusta, Childish Gambino me gusta, pero no es lo mismo que las derivaciones más juveniles. Incluso las chicas del pop que te nombro que parecen como cosas juveniles: Taylor Swift tiene 34 años, es una piba pero no es una piba. Lana Del Rey va a tener 40 años, es una mujer que tiene 12 años menos que yo nada más. No podría ser ni mi hija, es mi hermana menor, o como mucho mi sobrina. Entonces yo no me siento como: “Ay, te gustan cosas juveniles”. No, son mujeres grandes y encima hacen música de señoras, hacen folk. El pop cafetero es el de Madonna. En cambio, cierta música urbana es muy rupturista, sobre todo el reguetón y el trap, que prácticamente tienen otra estructura de cómo se piensa la música y que a vos no te entra porque vos no vivís en ese mundo. Y no pasa nada.

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).