Es cierto que algunas novelas actúan como máquinas del tiempo. Lo hacen porque nos permiten regresar al pasado y así observar aquellas cosas que, en un primer momento, pasamos por alto; porque nos fuerzan a reparar en aquellos sucesos que desatendimos como consecuencia de nuestra natural tendencia a fijarnos primero en lo que más brilla y reluce; porque incitan a que volvamos la mirada hacia aquello que antes esquivamos, posiblemente en un intento de evitar enfrentarlo y reconocerlo como parte de nosotros.
Marta Aponte Alsina (Cayey, Puerto Rico, 1945) escribió La muerte feliz de William Carlos Williams (Candaya, 2022) persiguiendo precisamente tal propósito. La novelista puertorriqueña, una de las más importantes de su país, quiso narrar la historia de Raquel Hoheb, conocida básicamente por ser la madre del célebre poeta norteamericano William Carlos Williams. Pero resulta que Raquel, que nació y se crio en Mayagüez, en el extremo oeste de Puerto Rico, fue mucho más que eso: también fue una prometedora estudiante de pintura en el París de finales del siglo XIX, médium y espiritista, emigrante, caribeña residente en Estados Unidos y, al final de su vida, vieja que protesta, que se queja, que grita, que exige cuidados y que añora su niñez con inocencia. En definitiva, un ser humano con todas sus complejidades y claroscuros.
Como si de un palimpsesto se tratara, Aponte Alsina —autora de títulos como Angélica furiosa (1994), Sexto sueño (2007) o El fantasma de las cosas (2009)— ha reescrito en este libro las vivencias de esta figura de la que apenas quedan recuerdos. La existencia de Raquel Hoheb merece ser contada, o al menos imaginada. Como también merecen serlo las vidas de muchas otras mujeres y hombres cuyas presencias han quedado enterradas bajo años y años de olvidos y silencios.
- He leído que escribiste La muerte feliz de William Carlos Williams en un periodo bastante corto de tiempo, en un proceso que has definido como “euforia de la escritura”. ¿Podrías ahondar más en esto?
- Sobre el trabajo de escritura, diría que fue un proceso así como del rayo, que te invade y te ocupa. Empecé a escribir en 2013 y se publicó en 2015, en una edición limitada. Después se publicó en una editorial mexicana. Este año lo recoge Candaya. Me alegra que el libro hay ido cogiendo cuerpo con el paso de los años. Además lo ha hecho informalmente, sin el apoyo de unos recursos que yo no tengo: agente literario, amigos influyentes, dinero.
- ¿De dónde surgió la idea para escribir el libro?
- Me vino después de leer Yes, Mrs. Williams, una biografía que el poeta escribió sobre su madre y que recoge notas de las cosas que ella va diciéndole cuando ya está muy mayor, casi octogenaria. Descubrí que en ese texto se decían cosas del Caribe que yo misma desconocía. También me interesó mucho que había una especie de barrera, de interferencia, entre lo que ella decía y lo que más tarde William Carlos lograba captar, redactar y entender. Leyendo Yes, Mrs. Williams recordé lo que dijo Jean Rhys, una escritora que nació en Dominica, sobre el personaje de la loca del desván que aparece en Jane Eyre. Rhys comentó: “Esa mujer necesita que la escriban, necesita una reescritura”. Luego Rhys escribe sobre esa mujer en su novela Ancho mar de los sargazos. Mi proceso fue parecido al de Rhys. Leí Yes, Mrs Williams y pensé que este libro podía ser un buen punto de partida para comenzar a escribir sobre Raquel Hoheb.
- ¿Por qué este libro es importante para comprender el Caribe de mediados y finales del siglo XIX?
- En este libro aparecen anécdotas que yo nunca había visto recogidas en otros lugares. Son vivencias de Mayagüez, que es una ciudad ubicada en el oeste de Puerto Rico, muy cerca de República Dominicana. Durante el siglo XIX Mayagüez fue una ciudad abierta al comercio, a pesar del régimen totalitario español en la isla. Había una población que venía de todas partes, y se comerciaba no solo con el Caribe sino también con tierra firme. Por aquella época el Caribe era una región social y culturalmente muy abierta. En los recuerdos de Raquel también aparecen los esclavos, los consulados, el Caribe afrocaribeño, la visión que Raquel posee de aquella cultura afrocaribeña que, a veces, es presentada desde una visión racista, aunque ella misma era, probablemente, de ascendencia mestiza. El libro posee también escenas muy puntuales sobre los bailes y las funciones domésticas de los esclavos. Además, está contado como si fuera una especie de monólogo, en un inglés vacilante y bilingüe, con expresiones y préstamos de otras lenguas.
- En la novela aparecen Puerto Rico, República Dominicana, Martinica, Saint Thomas… Por aquella época parecía haber una comunicación constante entre islas y territorios. En cambio, en la actualidad la situación ha variado.
- Sí, hoy las fronteras son más cerradas. Aquel régimen español del siglo XIX que gobernaba Puerto Rico era totalitario y perseguía a los disidentes, pero al mismo tiempo había una cierta flexibilidad en el tránsito de personas y mercancías entre las islas. Esto ya no existe. Ahora las fronteras las controlan desde las instituciones de inmigración de Estados Unidos, lo que explica que para viajar a la isla de Santa Cruz, a la que antes se podía llegar en barco o en yola, ahora debes pagar un pasaje que cuesta casi lo mismo que viajar a Nueva York. Antes se podía volar de aquí a Martinica o a Cuba sin necesidad de tener que hacer escalas en Miami.
- En el libro se aprecia también cómo los inicios del capitalismo en el siglo XIX están estrechamente ligados con el Caribe, con las Antillas. Pienso en el desarrollo de la producción en masa de productos como la caña de azúcar o el café.
- Toda la región caribeña se puede ver como parte de un mapa del modo económico y de producción del capitalismo. Desde el canal de Panamá hasta el norte de Colombia. El Caribe es una región que no es muy extensa pero que tiene, por el mismo comercio que la explotó, una diversidad cultural muy grande. Un ejemplo de esto sería el trabajo esclavo como mano de obra para el desarrollo de la industria de la caña de azúcar, un azúcar que no era para nosotros, sino que era exportado a todo el mundo.
- Tengo entendido que incluso viajaste a Nueva Jersey para visitar el pueblo y la casa donde los Williams vivieron.
- Sí, estuve en Rutherford en dos ocasiones. Conocí al historiador del pueblo, una persona que mantiene un archivo sobre el lugar. Incluso me dejaron entrar en la casa de la infancia de William Carlos. Fue muy curioso porque la persona que allí me recibió, una señora, me aseguró que todavía andaban por ahí, entre las habitaciones, los espíritus de los padres. Recuerdo que la mujer nos recibió con los brazos abiertos, a pesar de nuestro color de piel y de nuestro acento. Aquella casa se ha convertido en una especie de santuario informal para los seguidores del poeta.
- Existe la posibilidad de que Raquel Hoheb sea una importante pintora del siglo XIX latinoamericano, ¿verdad? Sabemos que estudió en París y que fue discípula de Carolus-Duran, un significativo pintor francés. Pero ¿dónde están sus obras?
- Lo más probable es que sus obras estén todavía en algún desván de Rutherford, donde ahora viven las bisnietas del poeta. Mi hija viajó a Nueva Jersey después de que yo lo hiciera y logró fotografiar un retrato que Raquel pintó de su sobrina, que es la obra de la que se habla en la novela. Pero debe de haber otras cosas, porque William Carlos habla en sus memorias de medallas, premios y galardones que su madre había recibido. Ya se sabe que la obra de Raquel Hoheb está ahí; ahora solo hace falta ponerle un poco de voluntad para recuperarla del desván donde se encuentra.
- Investigar sobre el Caribe es ya de por sí una tarea compleja, pero entiendo que aún lo es más cuando se trata de escarbar y recuperar la vida de las mujeres.
- Por supuesto. Fuera del ámbito doméstico y familiar, las mujeres no han dejado nunca mucho rastro. Raquel es sin duda una de las pintoras importantes del siglo XIX caribeño, en parte porque no hay muchas más. Creo que se haría justicia si se rescataran sus pinturas, sería como conocerla por sus propios méritos, más allá de los escritos que su hijo dejó sobre ella.
- ¿Cómo era la relación entre Raquel y su William Carlos? En la novela se muestra cómo Raquel culpa a sus hijos de no haber logrado vivir en París y trabajar allí como artista, como si la tarea de tener que cuidarlos le hubiera impedido cumplir su verdadero sueño. Es curioso, porque parece ser que ella expresaba explícitamente este descontento.
- Es que Raquel siempre fue muy expresiva de sus afectos, de su resentimiento y de sus pasiones. Esto lo recojo de la autobiografía del hijo, y también de sus cartas. Ella consideraba la poética de William Carlos como algo muy lindo, pero también demasiado terrenal, demasiado apegada a los sentidos. Por otro lado, William Carlos mantenía un choque cultural importante con su propia madre, porque no entendía el lenguaje de ella, un lenguaje que venía del español caribeño y de su relación con el espiritismo y los trances. De pronto Williams tiene que cuidar a esta señora que le alborota las piezas del tablero, que se queja todo el tiempo, a la que a veces no comprende. Y la queja es como una gota de agua que genera frustración. Raquel murió relativamente lúcida, pero estuvo encamada cerca de 20 años. El hijo, en cierto modo, la desconocía. O se alejaba de ella.
- ¿Por qué dices que se alejaba de ella?
- Bueno, se conserva correspondencia epistolar entre ambos. En esas cartas, Raquel se queja de Rutherford, del ambiente pueblerino, de que el padre pase largas temporadas fuera de la casa… Siempre estaba inconforme. Aun así, Williams Carlos nunca la ignoró. Cuando el padre murió, Raquel se fue a vivir con William y su esposa; él nunca la abandonó, aunque a veces la enviaba a una casa que tenían en la costa de Connecticut. Hasta que, al final, por su endeble estado de salud, no podían ocuparse de ella.
- Y ahí es cuando deciden trasladarla a una residencia de ancianos. En la novela muestras a un Williams que sufre y se siente, de algún modo, culpable por abandonarla. Tiene remordimientos.
- Sí, a un hombre tan sensible y amarrado a la figura femenina tuvo que haberle costado dar ese paso. A pesar de que negara sus emociones y se esforzase por subrayar su virilidad de tantas maneras, siempre hubo entre madre e hijo un hilo afectivo muy fuerte.
- En la novela presentas a una Raquel que vive entre dos mundos. Reside a pocos kilómetros de Nueva York, pero aborrece la nueva gran metrópoli. Prefiere reivindicar el tiempo lleno, redondo y profundo del Puerto Rico que conoció de niña.
- Correcto. Creo que es una manera de generar un núcleo de identidad duro y resistente que la migrante porta consigo, sobre todo en aquellos tiempos donde los cambios eran tan radicales entre una geografía y otra, entre una cultura y otra. Y ese núcleo resistente, identitario, en Raquel se relaciona con el espiritismo, que ella aprendió en su entorno familiar. Por aquella época, las sesiones espiritistas eran muy comunes en Puerto Rico, sobre todo entre las clases menos privilegiadas. En vez de acudir al médico, era más habitual visitar a un espiritista para que te diera unos masajes y una pócima.
También entiendo el rechazo a Estados Unidos como esa piedrita que uno lleva y que significa un recuerdo del lugar donde uno nació, donde lograba ocupar un espacio afectivo concreto. A lo largo de su vida, Raquel vio cómo ella misma se iba disolviendo en un entorno cultural donde, en cierto modo, la despreciaban y disminuían. Por ejemplo, sabemos que Marcel Duchamp, Erza Pound, Man Ray y otras figuras de la vanguardia artística visitaron la casa de William Carlos Williams cuando en ella vivía también Raquel. Ahora imagínate a Duchamp hablando con la madre. Cuando el hijo abre la casa a esas corrientes culturales tan extrañas y erráticas para ella, se acentúa todavía más su resistencia. En cierto modo, Raquel se aferra a su identidad porque lo contrario entonces es dejarse morir.
- ¿Qué hay de Puerto Rico en la obra de William Carlos Williams?
- En un primer plano, muy poco. Williams viajó dos veces a Puerto Rico. La primera, en 1941, cuando lo invitó la Universidad de Puerto Rico con motivo de unos encuentros relacionados con el panamericanismo. Luego regresó poco antes de morir, y esta última visita es la que aparece aludida en la novela. Escribió muy poco sobre Puerto Rico, aunque tradujo un poema del puertorriqueño Luis Palés Matos. No hay muchas más referencias, tan solo trazos. Para él, la isla es como una especie de secreto. El único lugar donde más claramente aparece Puerto Rico es en la biografía de su madre.
- Esta cuestión se sale un poco del guion, pero quería preguntarte si has visto Paterson, la película de Jim Jarmusch basada precisamente en William Carlos Williams.
- Sí, vi la película y luego escribí una nota sobre ella. Me encantó. Todavía recuerdo los lunares de los vestidos y las cortinas de la casa de la esposa del protagonista. La cinta de Jarmusch muestra bien esa observación de lo cotidiano que era tan propia del trabajo de Williams: la belleza que hay en escuchar un diálogo entre dos adolescentes que conversan por la calle, la belleza que hay en una caja de fósforos. El protagonista de la película es conductor de autobuses urbanos en el pueblo y Williams era médico, pero ambos coinciden en el oído abierto hacia lo mundano, hacia lo sencillo, pero también hacia la atrocidad del marco en el que este tipo de cosas están contenidas.
- Hacia el final de la novela, Williams viaja a Puerto Rico y visita la casa materna. En ese momento describes cómo el alcalde de Mayagüez le dice al poeta: “Para qué sirven las casas viejas. Son estorbos públicos. La modernización de la ciudad solo deben lamentarla los ratones”. ¿Cómo se relaciona la isla con su pasado? ¿Se respeta y se trabaja para conservarlo o más bien se tiene poca consideración para con la memoria del país?
- Es algo paradójico. Para empezar, las instituciones que se fundaron para mantener en buen estado de salud el patrimonio han sido desmanteladas o carecen de presupuesto. Esto provoca que se estén vendiendo propiedades, que se esté destrozando la naturaleza y que algunas estructuras de valor histórico no se hayan recuperado desde el huracán y los terremotos recientes. También diría que en Puerto Rico no hay una obsesión con la historia. La idea de investigar y reconocer algún tipo de legado ancestral todavía no está en nuestra sociedad, no es un lamento mayoritario. Aun así, sí que veo una soterrada obsesión identitaria. La observo por todos lados, por todas partes. En las banderas, en los desfiles, en las competiciones atléticas, en la cultura popular. Pero es bien extraño, porque no sé en qué plano queda esa memoria. Aunque lo que sí parece claro es que no está en las instituciones.
- En uno de los últimos capítulos, que además es uno de los más bellos, hablas de tu propia familia, de tu abuela y de tu madre. Tu abuela vivió, como tú, en la sierra de Cayey, una de las zonas más rurales del país. ¿Por qué decidiste pausar la narración de la familia Williams e introducir esos recuerdos?
- Este capítulo muestra por qué esta novela se escribió en tan breve plazo de tiempo y por qué disfruté tanto con ella. Se me impuso mientras escribía. Mientras trabajaba en La muerte feliz, estaba pasando por una situación muy similar a la de Williams con su madre: asilos, demencia senil, dificultades de comunicación… Además, hacía tiempo que pensaba en mi abuela, una figura muy distante para mí pero a la que asocio con una especie de paz, a pesar de la dureza de su circunstancia, a pesar de haber parido 11 hijos, de haber sido explotada, de haber muerto joven a causa de un cáncer. En aquel momento quise establecer un paralelismo entre dos personas que escriben, entre un gran poeta y una humilde escritora de la Sierra de Cayey y sus relaciones con las figuras femeninas de la madre y la abuela. Al principio la gente se sorprendió, pero con el paso de los años esa percepción ha ido cambiando: ahora es como si el libro girara en torno a ese capítulo sobre mi abuela, y que todo lo demás hubiera sido construido para darle cierta compañía.
- En la isla viven unos tres millones de puertorriqueños. Fuera del país, unos cuatro. Puerto Rico es un lugar de gente que se marcha. Con este contexto de éxodos, ¿cómo es posible construir un país que mire hacia delante y posea un proyecto de sociedad?
- A decir verdad, esta realidad de la diáspora es fenómeno que afecta a todo el Caribe, de modo que la migración y el exilio siempre han sido parte de nuestra cultura. A nivel político, creo que es importante contar con esos puertorriqueños que residen en Estados Unidos, porque desde allí pueden denunciar y reclamar derechos para una descolonización de la isla. Este proceso de descolonización pasa, para mí, por la independencia. Y después de esa independencia sería necesario crear lazos con el resto de las islas del archipiélago. Pienso en crear una especie de confederación de las Antillas, un proyecto que por lo menos hay que imaginar.
- ¿Algo similar a la Unión Europea, pero en el Caribe?
- Sí. Cuando expongo estos argumentos con frecuencia me dicen que es imposible, que no puede ser. “¡Pero es que todo comienza por la imaginación!”, respondo. “¡No solo la novela, también la política!”. Esta idea de la confederación de las Antillas está vibrante y viva desde el siglo XIX, desde nombres como José Martí, Ramón Emeterio Betances, Eugenio María de Hostos o Anténor Firmin. Lo que parece imposible mirado desde un punto de vista estrictamente material, yo creo que resulta necesaria como acción cultural, imaginativa, deseosa y política. Si no, iremos reduciendo nuestra vida a las pequeñas islas, aislados unos de otros. ¿Por qué para ir a Cuba tengo que hacer una ruta a través de Panamá? ¿Por qué es tan complicado para mí viajar hasta Haití? Es una cosa realmente terrible. ¡A Jamaica he ido una sola vez, cuando debería poder ir habitualmente! Necesitamos más fluidez de intercambio comercial y cultural.
- ¿Cómo podría construirse esa confederación antillana?
- Tenemos evidentes lazos comunes. Sería una unión que tendría que ver con todos los sustratos culturales que están ahí: la historia, el habla de la gente, la experiencia de la esclavitud, las culturas afrodescendientes... Nuestras literaturas podrían ser también un vínculo, son extraordinariamente ricas. Un ejemplo tal vez banal: la isla de Santa Lucía tiene dos premios Nobel, Derek Walcott, un poeta enorme, y Arthur Lewis, un economista. En Trinidad está Naipaul, que aunque escribió contra el Caribe también es de aquí. Lo que veo es un potencial cultural enorme.
- Es habitual que los puertorriqueños se quejen de vivir en un país que es invisible para Occidente. Pero a ti te he escuchado decir que en realidad no es que Puerto Rico sea invisible, sino que más bien que no os quieren ver. Es decir, que no es tanto invisibilidad como una indiferencia intencionada.
- El argumento de que “somos el país invisible” se ha utilizado mucho aquí, es cierto. Pero yo digo que más bien somos el país incomprensible, porque Estados Unidos no alcanza a traducirnos. La cultura estadounidense está construida sobre la invisibilización de pueblos enteros. Y, en concreto, creo que Puerto Rico es invisible para Estados Unidos porque le resulta inadmisible dentro de la idea que ellos tienen sobre sí mismos de ser un país defensor de la democracia y líder del mundo libre. Un país tan avanzado no puede tener colonias.
- En Puerto Rico conviven el español y el inglés. ¿Cómo es esta relación entre lenguas?
- No creo que la influencia del inglés sea mucho mayor en Puerto Rico que en otros lados. No sé el motivo, pero el inglés no ha sustituido al español en la isla. Ni tampoco creo que el contacto con Estados Unidos y con el inglés haya afectado negativamente a la inteligencia lingüística de los puertorriqueños.
- ¿Y cómo afecta este mestizaje de idiomas, palabras y sonidos a la literatura que se produce en la isla?
- Desconozco cómo uno puede alejar la lengua en que se escribe de otras influencias y de otras lenguas que están tan presentes en el entorno. Aunque se cuide, es imposible. En la isla hay un núcleo de poetas y ensayistas jóvenes que escriben en inglés. A ellos no les preocupa, como a nosotros sí nos preocupaba, la interferencia lingüística. Pero tiene que haber ejemplos de esto en todos los países del mundo. España, por ejemplo, tiene literatura en catalán, en gallego, en euskera. Una situación así la veo más como un tesoro que como un inconveniente. La literatura es bien rica y admite esos espacios. Las lenguas que no se ablandan, que no dialogan, que no se compenetran con otras lenguas, están muertas.