Un Cézanne, un Degas, un Renoir, un Matisse. Un incendio, un bombero con el sueño muy pesado, un traficante de armas taiwanés y un robo millonario en el contexto de una de las dictaduras más sangrientas de América Latina.
Seamos sinceros: si alguien intentara vender hoy en Hollywood una historia como esa seguramente sería despedido sin más por delirante. Por acumulación de plotwists absurdos. Pero todo —el humo espeso, el custodio dormilón y una serie de cuadros impresionistas valuados en más de 20 millones de dólares que terminan en manos de un traficante en Taipéi— fue real. Tan real que hoy, casi medio siglo después de los hechos, la historia del robo del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, sin haber disparado un solo tiro y sin que hasta ahora se sepa qué fue lo que pasó ni quién retiene las obras sustraídas, todavía sigue fascinando a quien la escuche.
El crítico cultural y periodista Imanol Subiela Salvo (Trelew, 1994) fue alguna vez parte de ese público encandilado. Y hasta recuerda dónde y cuándo supo de esa historia deliberadamente silenciada: fue en una discoteca llamada Amerika y de boca de su amigo Santiago Villanueva, artista y curador. Subiela acaba de publicar Golpe en el museo. El robo de obras de arte más grande de la Argentina durante la última dictadura militar (Planeta, 2024) y tras años de entrevistas e investigación hoy es un verdadero experto en el tema. Será que no sólo revisó cartas y documentos de la época sino que también viajó, leyó todo lo que pudo sobre el tema e incluso logró conversar con algunos de los allegados a la historia (incluyendo al último juez de la causa, un personaje digno de una película de Tarantino). Pero, sobre todo, pasó horas y horas revisando diarios. Porque es allí en donde —aunque fragmentada, estallada en pedazos— está la verdad. Subiela recogió los pedacitos, repuso varias piezas que faltaban y reconstruyó un friso tan terrorífico como fascinante. Uno que se buscó ocultar por más de cuatro décadas.
El robo sucedió en la madrugada del 26 de diciembre de 1980, en uno de esos momentos históricos en los que la verdad brilla por su ausencia y cada cosa se lee desde una mirada paranoica. Y los militares argentinos que tomaron el poder en marzo de 1976 estaban para ese entonces más paranoicos que nunca. Entre 1979 y 1980, la parte de Montoneros que había sobrevivido en el exilio había planteado regresar a la Argentina y retomar las acciones en lo que se conoció como la Contraofensiva Montonera. El resultado fue una carnicería, y lo que sucedió en el Museo Nacional de Bellas Artes aquella Navidad de 1980 quedó enmarcado en ese contexto. Por eso también fue convenientemente interpretado por los militares como “un ataque terrorista” cuando la realidad, como despliega Subiela en su libro, fue bastante distinta. Al respecto, el autor cuenta que su interés por aquel robo extraordinario nació en gran medida del olvido que lo sucedió. “La historia es bastante espectacular pero mientras escribía el libro me pasó muchas veces lo mismo: me encontraba con amigos, les contaba que estaba escribiendo sobre el robo al Bellas Artes y la reacción era: ‘¿Qué robo?’. Entonces les contaba la historia y nadie lo podía creer. La historia era muy seductora pero además me parece que sirve para pensar los últimos años de la historia argentina. Entre otras cosas, la dictadura, el financiamiento de su plan represivo, la llegada de la democracia, las dinámicas del poder judicial, etc.”, dice desde su departamento en Buenos Aires.
El museo soñado
Uno como el Louvre, eso querían. Un edificio bello y enorme, no esa desolación aplastada que seguía siendo la ciudad por ese entonces. Si en la Feria Universal de 1889 Argentina había tenido el pabellón más grande y más vistoso, si por entonces en París decir “riche comme un argentin” era hablar de fortunas de cuento de hadas, ¿cómo podía ser que ella, justo ella, la nación rica a fuerza de vacas y trigo, no tuviera todavía un museo de bellas artes que le hiciera justicia?
Para 1896, el problema ya estaba resuelto: algunas de las familias más adineradas de entonces donaron encantadas algunos de los objetos artísticos guardados en sus mansiones. Había desde pintura flamenca del siglo XVII hasta vasos chinos, marfiles y Dianas marmoladas. La historia cuenta que en el primer inventario del Museo Nacional de Bellas Artes sólo hubo 163 piezas. Hoy el acervo de esta institución llega a unas 13.000 obras de todos los tamaños, períodos, movimientos artísticos que se pudiera imaginar. Aún así, incluso en medio de esa marea de chinerías, óleos y gobelinos alguna vez mudados directamente de las casas patricias hasta los salones del museo, hay 13 cuadros —y más de 20 millones de dólares— que faltan.
Recién en 1933 y tras dos mudanzas, el Museo Nacional de Bellas Artes llegaría a su sede definitiva, un gigantesco edificio rosado de 4.000 metros cuadrados sobre la avenida del Libertador de Buenos Aires. El que, con el tiempo se volvería la escena del crimen. Pero ya desde los lejanos momentos fundacionales, tener el apellido de la familia decorando alguna de las salas y contándole al resto de la ciudadanía que los Guerrico o los Rossi habían aportado sus tesoros privados al patrimonio público no era una cuestión para nada menor. Equivalía, sobre todo para muchas familias ricas de toda riqueza pero no tan bien consideradas por la elite cultural, al ingreso definitivo a un mundo que hasta entonces les había sido esquivo. Pero ahora, convertidos en una sala o en una colección de un museo nacional, sus apellidos comenzarían a brillar con otras luces. Más antiguas. Más prestigiosas. Más incuestionables.
El legado desaparece
Bajo ese hechizo de trascendencia cayó también Mercedes Santamarina Gastañaga, una de las mujeres más acaudaladas del país, cuando, en 1970 y por intermediación de su amigo Samuel Paz Anchorena Pearson, empleado del Museo Nacional de Bellas Artes, decidió donar parte de su colección bajo la condición de que permaneciera reunida en una sala con su nombre. Mercedes —soltera, parte de una familia de grandes terratenientes y coleccionistas— descubrió en el arte no sólo un modo de embellecer su vida sino también de disfrutar de su fortuna. Cabe recordar que hasta las primeras décadas del siglo XX, las mujeres eran consideradas “ciudadanas incapaces” y, a diferencia de la compra de propiedades o bienes móviles, para lo que una mujer necesitaba siempre de la autorización de un familiar varón, para adquirir cuadros barrocos o jarrones Ming no hacía falta pedirle permiso a nadie. Así, Mercedes era dueña y señora de hacer con su dinero lo que quisiera, y vaya que lo hizo: compró de todo, porque sí y en todos lados.
Subiela define a Mercedes Santamarina con un adjetivo extraño: escurridiza. Pero, al mismo tiempo, si se analiza su prolongada residencia en París, su pasión por conocer nuevas culturas y la prodigiosa colección que fue acumulando con el correr de los años, el calificativo se torna exacto. Ella fue una figura atípica (coleccionista, viajera, mecenas) y en ese gesto de legar lo más valioso de su colección al patrimonio público hubo mucho de espléndido. De gesto de reina. Una sala entera con su nombre en donde se expondrían firmas como Manet, Monet, Degas, Renoir o Rodin. ¿Quién podría pedir más?
Para cuando los ladrones se llevaron del museo las pinturas donadas por Mercedes, en 1980, ella ya llevaba ocho años muerta y sus herederos no podían reclamar derecho alguno sobre las piezas. Aun así, el ataque se sintió como una afrenta pública. Más aún: una provocación. Para los militares por entonces en el poder, para las autoridades del museo y hasta para la policía que quedó a cargo de las primeras acciones, todo eso se sintió como un insulto. Y así reaccionaron. Casi de inmediato comenzaron a secuestrar empleados del museo. A Eusebio Eguía, el sereno a cargo aquella noche fatal, lo “chuparon” (secuestraron) dos veces; en ambas le aplicaron picana eléctrica a fin de que “confesara” lo que en realidad nunca supo. También el bombero Anselmo Ceballos, el fotógrafo Horacio Mosquera y hasta el curador del museo, Samuel Paz Anchorena Pearson, fueron secuestrados, torturados salvajemente durante uno o más días y devueltos en un temblor en plazas o autopistas.
No sin razón, por décadas todo lo que rodeó al robo en el Bellas Artes se volvió silencio. O rumores. Entre las muchas versiones que circularon entonces o poco después, una era especialmente verosímil: que un sector de los militares en el poder —a las puertas de un conflicto armado con Chile primero y con Inglaterra después— habría intercambiado las obras por armas con un traficante taiwanés. Para quien pudiera verlas, como revela Subiela en su libro, las pruebas siempre estuvieron ahí. Un solo dato: meses antes del robo, una empresa de seguridad contratada para vigilar el museo durante una exhibición de arte precolombino tuvo acceso a los planos, los horarios de los empleados y la ubicación exacta de cada pieza. Supieron, meses antes, qué estaba bien vigilado y qué no; cuánto y cómo dormía cada custodio. Esa empresa, llamada Magister Seguridad Integral, era propiedad del general Otto Paladino, exdirector de la Secretaría de Inteligencia del Estado. De hecho, luego del robo en el Bellas Artes, una banda con idéntico modus operandi se llevó, a plena luz del día, un Murillo, un Ribera y un Greco del Museo de Arte Decorativo de la ciudad de Rosario. ¿Dos golpes casi calcados en sólo tres años? Para animarse a tanto plena dictadura, una de dos: había que ser muy loco o muy impune. Y tanto el general Paladino como Aníbal Gordon —su socio en Magister Seguridad Integral y exjefe de la Alianza Anticomunista Argentina (la tristemente célebre Triple A)— tenían mucho de las dos cosas. Precisamente por eso el silencio estuvo garantizado por décadas. Hasta que algo —insólito, como todo lo que rodea esta historia— sucedió. Y la rueda volvió a girar.
La extraña dama, el traficante y el juez
Todo podría leerse como una feliz cadena de accidentes. El primero sucedió cuando alguien tuvo la idea de ofrecerle a una misteriosa heredera alemana radicada en Estados Unidos un lote de 16 cuadros impresionistas. El segundo ocurrió cuando esta mujer —de nombre Gabriella Williams, con peluca rubia, lentes espejados y un curioso traje con estampa de leopardo— quiso verificar la autenticidad de las obras y decidió recurrir a los servicios de Sotheby’s, la prestigiosa casa de subastas de arte británica.
Sotheby’s organizó un viaje a Taiwán, en donde residía el oferente. Una experta revisó pinceladas y materiales y verificó que efectivamente se trataba de piezas auténticas. También reparó en un detalle curioso: ninguna de las obras conservaba su marco original. No tenían ninguno, de hecho. ¿Cómo fue que una colección tasada en cerca de 23 millones de dólares se presentaba así, al desnudo? Y, peor todavía, ¿por qué Arthur Lung, el empresario taiwanés que estaba ofreciendo las obras, no contaba con la documentación que avalara cómo había llegado semejante tesoro hasta su mansión en Taipei?
Sotheby’s no tardó en averiguar que se trataba de arte robado del Museo Nacional de Bellas Artes en 1980. La revelación se hizo a través de la consulta con la Interpol y también con The Loss Art Register, una firma inglesa dedicada a localizar y restituir arte robado, dirigida por Julian Radcliffe, militar que había trabajado muchos años en el servicio secreto británico. Cuando la colección de Mercedes Santamarina apareció en Taipéi, Radcliffe lo celebró con un whisky. Alguien tendría que pagarle miles de libras por sus servicios.
Sucio camino de regreso a casa
Pero no fue tan sencillo, no. De hecho, entre la primera noticia que se tuvo de la reaparición de la colección de Mercedes Santamarina —a fines de los noventa— y el regreso al museo de sólo tres de las obras robadas —un Gauguin, un Cezanne y la pieza más valiosa, un Renoir valuado en más de medio millón de dólares— pasaron varios años más. En el medio, el país explotó (en diciembre de 2001, cuando las primeras obras robadas vuelven a estar a punto de reingresar al circuito comercial, Argentina tuvo cinco presidentes en siete días) y Radcliffe ni siquiera supo con quién tendría que hablar de sus servicios ni de sus honorarios. ¿Con la familia de Mercedes? ¿Con el museo? ¿Con algún funcionario de alto rango del Estado argentino que pudiera garantizarle el cobro de sus 61.000 dólares por el rescate?
Recién en 2005, tras miles de marchas y contramarchas, gracias a la intervención de Radcliffe pero también del muy cuestionado juez Norberto Oyarbide —quien trajo las tres pinturas en su regazo en un vuelo en clase turista desde París, ciudad en la que habían reaparecido las piezas— las obras volvieron a Buenos Aires. Hoy las tres están en un rincón perdido del museo, sin que nada, ni siquiera un mínimo cartelito, hable de su epopeya. Ni de sus 13 hermanas perdidas.
Para Subiela —y para la mayoría de quienes alguna vez se han interesado por este misterio— es altamente improbable que las obras que faltan vuelvan ya no al museo sino a ver la luz. Quienes conservan las piezas robadas ya saben que están en la mira. Son parte de los registros de The Loss Art Register y las bases de la Interpol. Por eso, lo que para la mayoría de especialistas y amantes del arte resulta sospechosamente absurdo no fue solamente la torpeza con la que en su momento se manejó el Gobierno argentino —¿cuál es el sentido de detener a un ladrón de arte que ofrece tres cuadros cuando todavía retiene (o sabe quién retiene) otros 13 igual de valiosos?—, sino también el poco empeño puesto en recuperar el patrimonio perdido. Ninguna de las obras robadas tenía seguro, no había fotos de buena calidad como para poder recuperarlas y luego de tanto tiempo la causa está prescripta.
Con todo, y si bien en muchos museos de Argentina la falta de controles y seguridad derivó en otras pérdidas igual de irreparables (dos ejemplares de la primera edición del Quijote robados en 2001 de la biblioteca de Yavi, un misal del siglo XVII saqueado de una estancia jesuítica en Córdoba, y la lista sigue), al menos en el Museo Nacional de Bellas Artes algunas cosas sí han cambiado desde la Navidad fatal de 1980. Hasta hoy, en cada una de las salas hay custodios listos para saltar sobre quien ose pisar la línea amarilla que separa a las obras de los visitantes. Ya no es tan fácil como antes quedarse a solas con un Toulouse Lautrec, básicamente porque hay ojos por todos lados. El sistema de cámaras de seguridad y sensores se modernizó y ahora el museo cuenta también con eso que en 1980 no tenía: un catálogo completo, digitalizado y disponible en línea con todos los detalles de cada pieza. En la Navidad de hace 44 años, las autoridades tuvieron que salir a la caza de las pinturas robadas apenas con una fotografía en blanco y negro de cada obra maestra… y no todas tenían una.
Así y todo, los males endémicos de la cultura en Argentina (presupuestos mínimos, funcionarios políticos en cargos que deberían ser ocupados por especialistas, desinterés de la sociedad por los bienes culturales comunes) siguen ahí y agravándose. De hecho, el Gobierno actual considera a la inversión en cultura un capricho costoso e innecesario. Casi tan inútil como la República.