Hay frases que perfomatizan una época, que pueblan una casa, que marcan acciones y hábitos con el disfraz de lo innato y la costumbre. “Ya vas a ver cuando venga tu padre” es uno de esos sintagmas que rebotaron en las paredes de cocinas y habitaciones durante el siglo XX. Un estribillo que corearon madres y abuelas para identificar un rol paterno, vertebrado desde el sentido común por el triángulo que componen la ausencia, la ley y la autoridad, como describe el ensayista Agustín J. Valle (Buenos Aires, 1981) en el precioso libro Cachorro. Breve tratado de filosofía paterna. El lugar del padre siempre estuvo afuera, lejos de los hijos. Y a la vida doméstica, a la mesa familiar, traía todo lo que sucedía en el mundo social: normas, política, trabajo, dinero, la palabra definitiva.
El padre no estuvo sólo ausente de la casa, también quedó afuera de la edad dorada de la literatura latinoamericana. Mejor dicho, lo que rodó del otro lado de la luna de neón fue la paternidad, la mirada del padre hacia el hijo. No estuvo entre los grandes temas del boom, centrado en dictadores, exilios, conflictos políticos, democracia y revolución. Tampoco lo tomó la camada siguiente de escritores, los que vinieron a cerrar el siglo XX y a entornar la puerta del XXI, la generación McOndo, como la bautizaron Sergio Gómez y Alberto Fuguet. En cambio, los McOndo, en su literatura urbana, de ambientes cerrados, sexo, violencia y hedonismo, sí escribieron sobre padres, sobre sus padres (‘Nadar de noche’, de Juan Forn, por ejemplo), pero no, precisamente, sobre sus hijos, sobre paternar, por usar un verbo que identifica un hacer de estos días.
Hasta hace unos pocos años, la literatura latinoamericana ofrecía pocos modelos de paternidad. Señalo dos antagónicos que se asemejan en su contenido: por un lado, la figura de Ricardo Piglia que recomendaba escribir por fuera de todas las instituciones, incluso de la paternidad. Por el otro, el modelo Fogwill que, para burlarse de la recomendación de no tener hijos para escribir, decía que le daba “horror” imaginarse a un tipo poniéndose un forro todas las noches “para que después no venga un chico a molestarlo cuando está en la computadora”. Fogwill, sumando todas sus temporadas de progenitor, alcanzó a tener cinco hijos; sin embargo, en palabras de Vera, una de sus hijas, su alardeada fecundidad se sostenía con aquello que criticaba: la puerta cerrada para que sus hijos no entren a jugar. Dice Vera en una necrológica en Radar: “Mi padre para mí, como padre, fue un gran escritor. No se lo podía molestar, no se le podían quitar minutos a su silencio ni a su pensamiento.”
La literatura del siglo XX fue parricida, más preocupada en matar a los padres biológicos y literarios que en observar las crianzas. Una literatura sin hijos. O, mejor, con hijos que no entraban al estudio ni a las páginas de los libros de sus padres.
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La literatura no es ajena a la materialidad que la rodea. En los últimos años, la etapa superior de la liberación femenina, con fuerte presencia organizativa en Argentina, Chile y otros países de la región, empujó a los varones a reconsiderar sus roles.
—Las prácticas y los ánimos igualitaristas de las mujeres invitó a los varones a repensar nuestra consistencia —dice Agustín J. Valle, mate en mano, en el patio de su casa en el barrio La Paternal, Buenos Aires—. No es en detrimento de los hombres, al contrario. Es una oportunidad que tenemos para pensar una figura de la masculinidad no culposa, sino afirmativa, orgullosa, vitalista y fraterna.
Valle, en su libro Cachorro, señala que la paternidad es un campo de experimentación alucinante para explorar nuevos tipos de masculinidad. Y, en ese sentido, en la literatura puede encontrar la arcilla adecuada para imaginar universos y, también, para ponerle palabras a vidas que ya están sucediendo.
Además de Cachorro, en las librerías se juntaron varios libros de escritores que miran y escriben sobre sus hijos. Umbilical de Andrés Neuman, Un hijo cualquiera de Eduardo Halfon, Literatura infantil de Alejandro Zambra, Cartas al hijo de Juan Sklar, por nombrar los que tengo en la mesa de trabajo. En tales libros no se vislumbra el ánimo de seguir una moda, sino el coletazo de una época donde predominan otras narrativas, otras inquietudes. En todo caso, en los autores existe el gesto de ser contemporáneos a su época, a las capas geológicas que se van moviendo bajo sus computadoras.
—Este pequeño furor de varones repensando la masculinidad y la paternidad, sobre todo, es paralelo a la dominación que tuvieron las escritoras en el último tiempo —dice Valle.
Los libros con foco en la paternidad, por prepotencia vienen a inaugurar una tradición con poquísimos antecedentes en Latinoamérica (brillan a lo lejos las anotaciones de Juan Ramón Ribeyro en sus diarios, y, en otra lengua, el clásico Veinte días con Julián y conejito de Nathaniel Hawthorne). Una ausencia que no era sólo literaria. Como escribe Zambra: “Lo que me impresiona, en cualquier caso, es la ausencia casi absoluta de una tradición. Como todos los seres humanos —supongo— hemos nacido, sería natural que fuésemos especialistas en asuntos de crianza, pero resulta que sabemos muy poco, en particular los hombres, que a veces nos parecemos a esos estudiantes risueños que llegan a clases sin siquiera saber que había examen”.
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El modo de inaugurar la tradición fue desde la celebración, desde la iluminación, desde el aprendizaje mutuo.
“No puedes todavía abrir los párpados y ya nos haces ver”, escribe Neuman. “La paternidad es una especie de convalecencia que nos permite aprenderlo todo de nuevo”, escribe Zambra. “Tiene hoy cuarenta días; cada uno más fuerte, más bello, más sabio y más nosotros. Parece que es puro fuego, según los astros. Y que viene a demoler nuestros ideales previos. Bienvenido sea, que mate todo estorbo, que nos lleve de viaje y nunca diga a dónde”, escribe Valle.
En lo inaugural, al caminar por un terreno yermo, parece haber más aire para la escritura. Los autores, además de abocarse a una temática y a un personaje en particular (salvo Halfon, todos escriben a hijos que no pasaron la barrera de los dos años) también se espejan con problemas formales. Karl Ove Knausgård, en su monumental obra conceptual Mi lucha, ya los evocaba: cómo escribir desde y sobre la felicidad. Cómo hacer buena literatura con esos materiales.
Por un lado, desde la forma, quizás por condiciones objetivas de tiempo y cuidados, los autores eligieron lo breve, lo fragmentario, un dibujo más cercano a lo poético, como sucede en los textos de Neuman y Valle que comparten vuelo. Sklar opta por el formato carta. Zambra alterna entre la poesía, el relato breve y el cuento formal. Halfon se centra en el relato breve, con el recaudo de administrar el protagonismo de su hijo en cada texto. Por otro lado, ninguno se autocensura al momento de manifestar su adoración. Como adolescentes enamorados, no cercioran su prosa si levanta olor a lavanda o si se regodean con el lenguaje de la dulzura.
Los libros sobre paternidad son de fascinación, de entusiasmo por la novedad, de un amor total con ínfulas románticas. Son libros que dan y se dan la bienvenida al mundo de los niños; un mundo donde la temporalidad no es ni geométrica ni digital, sino orgánica y curiosa; donde los usos de las cosas no están programados sino pueden inventarse usos diversos, donde el lenguaje es equívoco y danzante.
Hay varias líneas que se repiten en estos libros: el encuentro con otro cuerpo, el aprendizaje de las palabras, el sol naciente de la risa. Y también, la dificultad para poner límites. El instante en que los padres recuerdan que son un extranjero en el fantástico mundo de los niños, que son adultos y deben reponer límites, bordes, el momento donde desaparece la euforia del enamoramiento. Pero el padre no deja de ser un sujeto volador no identificado en ese mundo. O mejor, un adulto-marciano en un planeta de niños. Lo que celebran los autores es la bienvenida a habitar el mundo de los niños, a tener la posibilidad de construirles un universo. En otras palabras, a ser autores de lo mejor que se les puede dar: una infancia.
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Hace unas semanas, el escritor Andrés Barba posteó en el feed de su Instagram una distinción entre los libros sobre maternidad y los de paternidad. Dice: (...) “en términos generales los de ellas son más irónicos, más políticos, más analíticos y los de ellos (Knausgård, etc) por lo general más solemnes, más sentimentales, más narcisistas. Si hubiese que hacer una radiografía general de esta nueva literatura de la ma-paternidad, se podría decir que los de ellas tienen como tema principal una mujer que dialoga con una sociedad que la observa atentamente ser madre (y de la que por lo general siente que se tiene que defender), y los de ellos tienen como tema principal un hombre que se mira a sí mismo siendo padre, y que por lo general necesita que lo aplaudan. Los primeros son políticos, los segundos domésticos”.
Decir que los libros sobre la maternidad son políticos, y los que enfocan en la paternidad son domésticos desconoce uno de sus lemas más potentes del feminismo: lo doméstico es político. Y es precisamente en esa línea que la larga tradición de libros sobre la maternidad (desde El quinto hijo de Doris Lessing hasta Las madres no de Katiza Agirre y Desmadres de Violeta Gorodisher, por nombrar unos pocos) se convirtió en músculo político al visibilizar lo que sucedía puertas adentro.
—Varones afirmándose desde lo doméstico ya es un desplazamiento político — dice Agustín J. Valle luego de leer el posteo de Barba.
Y agrega:
—Puede ser que haya algo cierto en señalar el narcisismo, en la necesidad del aplauso, en la autocelebración de “miren cuantos pañales cambio por día”. Igual me parece que se puede atender un desplazamiento histórico. Hace 30 años, el aplauso, el narcisismo, los varones lo buscaban por ser aventureros o dominantes o poderosos o exitosos o revolucionarios; por acciones más cercanas al heroísmo, no por virtudes domésticas.
Aún motorizado por el narcisismo, ese desplazamiento del heroísmo al doméstico, es político. Y es un movimiento que empieza a latir en nuestra literatura. En palabras de Valle, “un desplazamiento que aspira a mayores niveles de igualdad, a hacer pedacitos de mundo mejor dentro del mundo para que vivan nuestros hijos”.
Como toda tradición, se irá ampliando con narrativas —necesarias— que abarquen las sombras, el malestar, la implosión de parejas y —como cuenta el escritor Fabián Casas— la judicialización de la paternidad. Por el momento, el tan evocado regreso de los hombres a casa, de a poco, se va concretando desde el entusiasmo y el afecto.
Es para celebrar que la figura del padre deje de ser de una amenaza para transformarse en una compañía; que la paternidad se estructure en la presencia; que retorne a la literatura latinoamericana; que los hombres se queden adentro a cuidar a los hijos, a darles de comer, a dormirlos y, si se puede, a escribir libros en las pocas horas disponibles que sueñan despiertos.