Tras la destrucción, llegó el momento de la construcción.
El 18 de octubre de 1939, apenas siete meses después de que el general Francisco Franco diera por terminada la guerra civil española, el régimen dictatorial surgido de la contienda creó el Instituto Nacional de Colonización (INC). En un contexto de pobreza generalizada, este organismo tenía la misión de poblar zonas rurales vacías y, de paso, dar un impulso a la producción agrícola, convirtiendo tierras baldías en fértiles. Con ese fin, financió la construcción de asentamientos de nueva planta destinados a familias que estaban dispuestas a trabajar en el campo a cambio de la posibilidad de acceder a una vivienda.
Hasta 1971, el INC proyectó 300 pueblos de colonización por toda España, en los que se instalaron alrededor de 55.000 familias. Un experimento migratorio sin precedentes en el país que, no obstante, cayó en el olvido: hoy, más allá de historiadores y académicos, pocos conocen este episodio.
Contra esa desmemoria lucha el libro Colonización. Historias de los pueblos sin historia (La Caja Books, 2024), escrito a cuatro manos por Marta Armingol (1982) y Laureano Debat (1981). Durante cuatro años, los dos autores visitaron un centenar de pueblos de colonización para recoger testimonios de sus primeros habitantes y sus descendientes, voces que complementaron con ingente información recabada en archivos y publicaciones especializadas. El resultado es un texto híbrido que se mueve entre el ensayo y la crónica, conjugando con habilidad la panorámica general con la mirada íntima.
“Vimos que había estudios técnicos, muy específicos, pero no un libro que explicara la colonización a nivel nacional”, dice Marta en conversación con COOLT, acomodada en una butaca de la librería Nollegiu de Barcelona. “Escribimos el libro que necesitábamos nosotros para entender el fenómeno”, agrega Laureano, sentado a su lado.
Los dos recuerdan bien el momento en el que vieron que ahí había un hilo del que tirar: fue en 2018, cuando Marta le dijo a Laureano que su pueblo natal, La Cartuja de Monegros, iba a celebrar su 50 aniversario. A él, originario de Lobería, Argentina, aquella efeméride le sorprendió: “¿Cómo, 50 años? Si mi pueblo tiene 100, no puede ser, ¡yo soy más nuevo que tú!”. Ella le explicó entonces que el suyo era un pueblo de colonización, algo de lo que Laureano jamás había oído hablar. “Era un concepto raro, que no entendía”, dice. “Cada vez que nos veíamos, Laureano tenía una pregunta nueva sobre la colonización”, continúa Marta, “Y llegó un momento en el que dijimos: ‘Bueno, vamos a profundizar’”.
En 2020, en plena pandemia, empezaron a documentarse sobre el tema —entre los libros consultados estuvo Habitar el agua, de Ana Amado y Andrés Patiño, que justo este 2024 ha servido de base para una exposición en Madrid—, y un año después, cuando se aliviaron las restricciones de movimientos, hicieron su primer viaje; el primero de muchos: “Durante cuatro años, todas las vacaciones fueron colonización”, resume Laureano, quien destaca el impulso que recibió el proyecto tras ganar el primer Premio de No Ficción La Caja Books. Todo ese exhaustivo trabajo de campo les proporcionó material para su libro, e incluso para otro más: “El hermano mellizo, feo, que es todo el material que se ha quedado fuera”, dice Marta.
Proyectos de vanguardia
Como cuenta el libro, el primer pueblo de colonización construido en España fue El Torno, en la provincia de Cádiz. Se ubicó en tierras expropiadas por el Estado durante la Segunda República, antes de la guerra civil —de hecho, la idea de poblar zonas rurales vacías y ampliar las tierras cultivables surgió en esa época, el franquismo la heredó y reformuló—. El proyecto urbanístico lo firmó Víctor d’Ors, el arquitecto que dirigió los primeros pasos del INC, y se replicaría en todos los pueblos de colonización posteriores: una calle principal en torno a la cual se despliega una trama de casas idénticas, una gran plaza que sirve de punto de reunión y donde se sitúan el ayuntamiento y los comercios, y una iglesia que domina el paisaje con su torre, cuya altura no puede ser sobrepasada por ningún otro edificio.
Falangista convencido y de trato difícil, D’Ors fue destituido en 1943: el régimen necesitaba a alguien más moderado y flexible. Un perfil en el que encajaron arquitectos como Alejandro de la Sota, José Borobio y, sobre todo, José Luis Fernández del Amo, quienes llevaron al INC a su era dorada, con proyectos de diseño vanguardista que remitían al racionalismo de la Bauhaus o Le Corbusier.
Un caso paradigmático es el del pueblo de Vegaviana, en la provincia de Cáceres, obra de Fernández del Amo. Sus edificios de fachadas blancas y líneas funcionales, perfectamente integrados en el paisaje, sedujeron a arquitectos de todo el mundo a través de las imágenes captadas por el fotógrafo Kindel. Hasta la Unión Soviética, enemiga acérrima del franquismo, cayó rendida: en 1958, en plena Guerra Fría, Vegaviana recibió una mención especial en un congreso internacional de arquitectura celebrado en Moscú.
La experimentación, se lee en Colonización, no sólo fue arquitectónica, sino también artística: las iglesias de aquellos pueblos se llenaron de pinturas, vidrieras y esculturas que coqueteaban con el estilo abstracto. Una revolución plástica en la que tuvo mucho que ver el propio Fernández del Amo, que en la década de los cincuenta fue director del primer Museo de Arte Contemporáneo de España y que para sus proyectos del INC contó con artistas en las antípodas del conservadurismo del régimen, como los del grupo El Paso.
“Las obras de esas iglesias son de museo de arte contemporáneo”, dice Laureano, quien relaciona esa decoración rupturista con los aires renovadores que trajo el Concilio Vaticano II. “La Iglesia estaba perdiendo fieles, los jóvenes se hacían de izquierdas, por lo que había que hacer más atractivos los templos”.
La vida de los colonos
No hay pueblos sin arquitectos, pero tampoco sin pobladores. Como subraya Marta, “los pueblos de colonización tenían una funcionalidad: traer a personas para que trabajaran las tierras”. ¿Y quiénes eran esas personas?
“El colono tenía que ser alguien casado, con hijos, libre de delitos de sangre, sin vínculos con la República. Tenía que presentar certificados de moralidad expedidos por la Iglesia y la Guardia Civil; demostrar que no era comunista, básicamente”, explica Laureano.
Los colonos recibían una parcela de tierra cultivable, una casa, una vaca lechera preñada —la cría se la tenían que devolver al INC—, gallinas, cerdos y aperos de labranza. Nada de eso era un regalo: los colonos tenían que pagar a plazos su vivienda y entregar parte de la producción agrícola al Estado.
En ocasiones, los colonos llegaban antes de que el pueblo estuviera construido: entonces se veían obligados a vivir en barracones, hacinados. Mucha precariedad. Y también tuvieron que emplearse a fondo para hacer productivas sus parcelas: el acceso directo al agua no siempre estaba garantizado, a veces había que nivelar el terreno, retirando piedras del suelo.
A las mujeres —a las que el libro les dedica todo un capítulo— el régimen les otorgaba un papel secundario, a pesar de que ellas asumían una doble carga de trabajo: la del campo y la del hogar. “El mensaje oficial era de completa subordinación”, dice Marta. “Fueron mujeres que no tuvieron opción: atender a los chicos, limpiar la casa, labrar la tierra …”, añade Laureano.
Pese a esas duras condiciones, hoy muchos ven aquellos años con cierta añoranza, como si el proyecto colonizador hubiera sido un acto de generosidad de la dictadura. ¿Cómo se explica? “Porque Franco lee muy bien el instinto aspiracional de ser propietario”, responde Marta. “Y, como seres humanos, no sabemos rescatar algo sin matices”, apunta Laureano, a quien en sus viajes por España le ha impactado comprobar que hay un “empoderamiento neofranquista”, sobre todo entre los jóvenes.
La nostalgia se puede explicar también en parte por el espíritu colaborativo que imperaba en los pueblos, sobre todo en los inicios: “La necesidad igualaba. El primer colono era muy cooperativo, las familias se ayudaban con las cosechas”, explica Marta. Una solidaridad que, en cierta medida, se ha mantenido: “En los pueblos vos tenés que convivir con la gente, aunque te caiga mal”, dice Laureano. “La ciudad es todo más guetos, pero en el pueblo te juntás con el que tiene mil hectáreas de campo y con el pobre”.
Las lecturas nostálgicas del pasado también pueden llevar a relativizar el carácter enormemente represor del franquismo. Pero la colonización estuvo manchada de sangre. Los pueblos fueron viables gracias a los grandes proyectos hidráulicos —pantanos, canales— que la dictadura desarrolló tras la guerra utilizando a miles de presos políticos como mano de obra. Y luego están los pueblos que se levantaron sobre antiguos campos de concentración: en San Isidro de Albatera, cuando los colonos empezaron a cavar sus tierras para plantar granadas, alfalfa y algodón, encontraron cráneos y huesos humanos. Vestigios del que había sido el mayor campo de internamiento de los 300 que existieron en la España de Franco. Como se lee en el libro, “los números de la colonización y la concentración en macabra coincidencia”.
Entre el pasado y el futuro
Marta y Laureano esperan que Colonización sirva para abrir un debate en torno a ese pasado que proyecta su sombra sobre el presente, una herida que todavía escuece: hay pueblos fundados por el INC que hoy aún conservan en sus topónimos referencias a la dictadura, pese a que estas están prohibidas por la Ley de Memoria Democrática española.
“Todos hemos heredado esa escuela de 40 años de franquismo de que de política no se habla, pero no tenemos que ignorar el elefante en la habitación”, dice Marta, que subraya la importancia de observar el pasado con “toda su complejidad”. Una visión que comparte Laureano, quien recuerda que “a la gente de los pueblos se les ha tratado con el estigma franquista, y no tienen por qué tenerlo”. Ambos confían en que las generaciones criadas en democracia contribuyan a tejer ese relato más matizado. “Los nietos de colonos podemos estudiar el fenómeno desde una cornisa, valorando el contexto sin sufrir los daños de los que sufrieron”, dice Marta.
Por otro lado, los dos autores confían en que su libro ayude a poner en valor el patrimonio arquitectónico y artístico de los pueblos, los cuales se enfrentan desde hace años a un dilema: mantener su aspecto original o hacer tabla rasa para adaptarse a las nuevas necesidades de sus habitantes. “No existe una ley nacional al respecto”, dice Laureano, “así que cada pueblo actúa por su cuenta”. Definir un modelo que sirva para todos es complejo. Para Marta, lo ideal es que sean los “propios habitantes de los pueblos los que se enorgullezcan de su patrimonio y vean cómo hay que protegerlo”.
Y, con la mirada en el futuro, ¿qué historia les queda por escribir a estos “pueblos sin historia”?
“Los pueblos de colonización van hacia al mismo lugar que va la España rural, ya no son distintos a los pueblos viejos: adolecen de lo mismo, ofrecen lo mismo”, responde Marta. “Su futuro pasará por la capacidad que tengan de crear oportunidades para la gente que vive en ellos. En función de la calidad que tengan esas oportunidades, tendremos vida en el pueblo”.