Cuando Roberto Bolaño murió, Irene Reyes-Noguerol aún no sabía leer. Tampoco lo conocía, ni en su casa de Sevilla había un libro suyo. Su nombre empezó a rebotar en su biblioteca, en su cabeza y en su cuerpo, recién en el 2008, durante los días y noches que la crisis española pedía abrir otras ventanas. El catalán David Aliaga tampoco sabía que en la ciudad donde empezaba a escoger libros por decisión propia, a los 13 años, estaba muriendo el último autor latinoamericano del siglo XX que había sacudido la literatura. No eran los únicos. Del otro lado del hemisferio, la primera vez que la chilena Paulina Flores y el uruguayo Gonzalo Baz escucharon su nombre pensaron en Chespirito, el apodo del actor cómico mexicano Roberto Gómez Bolaño. La misma indiferencia practicaron la escritora cubana Dayneris Machado Vento y los argentinos Tomás Downey y Mauro Libertella: ninguno recuerda qué estaba haciendo el martes 15 de julio del 2003, la fecha de su muerte.
En cambio, como quien llega con una sonrisa a un velorio, el escritor y cineasta Fernando Krapp supo de Bolaño por una necrológica aún tibia en las páginas de un suplemento cultural argentino. En sus palabras: “Cuando murió Bolaño leí una nota que salió en Radar. Y me dije, quién es este loco. Me copó que era elocuente y performático, inteligente y callejero, un poco vendehumo y charlatán. Lo primero que pensé fue: este podría ser un amigo mío”.
Ellos son algunos de los jóvenes —y no tan jóvenes— escritores que están a un lado y al otro de la red de los 35 años, esa franja caprichosa que la revista Granta trazó para darle visibilidad internacional a una nueva camada de escritores contemporáneos. Salvo Downey, Krapp y Libertella —los tres sub-38—, el resto figura en la antología. Hombres y mujeres de diferentes países, estilos, edades, territorios y lenguas. A poco de cumplirse la segunda década de la muerte de Bolaño, nos interesa saber cómo conversan las nuevas generaciones con su fantasma, si leen su obra, si le dan la espalda o si tuvieron que darle un tiro de gracia para seguir escribiendo.
Convocamos a una veintena de escritores y escritoras sub-38. Hemos recibido textos, audios, mails y hasta llamadas telefónicas, como si fuese un homenaje anacrónico al mismo Bolaño. De la decena de mujeres convocadas, solo tres aportaron su testimonio. Tal vez no sea azar. Tal vez la literatura de Bolaño romantiza algún tipo de masculinidad old school; un modelo de escritor que caló más fuerte en hombres que añoran su vitalismo para leer y escribir.
Esta entrega es un cadáver exquisito que intenta respirar. Hecho con voces, palabras y conversaciones escuchadas en el baño de un bar que ya cerró sus puertas. Vamos a trazar un mapa oral a partir de testimonios que lo recuerdan con una avispa entre los dientes o con una sonrisa negra, según la implicancia de sus libros en la vida y obra en construcción de cada uno.
Fernando Krapp (Buenos Aires, 1983. Autor de Una isla artificial)
Lo primero que pienso cuando me nombran a Bolaño es en una playa. Pienso en una suerte de escapismo literario, en la aventura contenida, en una forma de hacer y leer literatura que se asume alejada de una forma académica, pero que luego fue un poco vampirizada por la misma academia, o lo que creo que es la academia. Aunque lo que pienso en verdad es en mi propia juventud.
Gonzalo Baz (Montevideo, 1985. Autor de Los pasajes comunes)
Por esa época conseguí trabajo en una librería y leí todo lo que había. Me llevaba los libros a mi casa y al otro día los devolvía leídos. Pocos autores devoré como a Bolaño. Y, sobre todo, pocos autores me hicieron desear la escritura como él. No la figura del escritor. No el creador de mundos. Sí, la relación simbiótica entre literatura y vida.
Mauro Libertella (Ciudad de México, 1983. Autor de Mi libro enterrado)
Una amiga vino desde España, donde vivía, y me dijo que su marido, también amigo mío, le había pedido que me comprara un libro que él acababa de leer, y que creía que me podía gustar. Salimos juntos a recorrer librerías y lo encontramos rápidamente. Era Los detectives salvajes, en la edición roja de bolsillo de Anagrama. Lo empecé esa misma noche y me partió la cabeza. No podía dejar de leerlo; lo leía en los intersticios más frecuentes del día a día —una sala de espera, un colectivo—, pero también en los más imperceptibles, como un ascensor o incluso mientras me lavaba los dientes. También mucho después escuché a Bolaño contar que Ulises Lima, el héroe trágico de ese libro, que era su amigo el poeta Mario Santiago, leía mientras se duchaba, con una mano fuera del agua. Los libros siempre terminaban mojados, por supuesto, pero no importaba.
Paulina Flores (Santiago de Chile, 1988. Autora de Qué vergüenza)
Lo leí, claro que lo leí, había que hacerlo en algún punto. Empecé con Los detectives salvajes o con algún cuento, creo. Bolaño ya era una leyenda, su mito me gustó. Algo curioso es que adonde vaya, me preguntan por él. En general siento agradecimiento. El hecho de que sea tan reconocido hace que más gente se fije en la literatura chilena, latinoamericana, aunque Bolaño estaba como sin país, ¿no?
Fernando Krapp (Buenos Aires, 1983. Autor de Bailando con los osos)
Me acuerdo que terminé de leer Los detectives salvajes en una playa llamada Acantilados, en Mar del Plata. Yo había ido al Festival de Cine, y lo último que estaba haciendo era mirar películas. Me la pasaba de fiesta en fiesta, con amigos, un poco desencantado de todo; de la carrera de letras, del cine, de la literatura. Tenía 21 años y me sentía grande para ser adolescente y muy aniñado para tener un sueldo en alguna oficina. Me acuerdo que cuando terminé la novela con la clásica pregunta sobre la ventana, levanté la vista y vi el mar, había unas mujeres entre las piedras, como unas figuras parecidas al cuento de Cheever. Estaba en una playa en donde había pasado unas vacaciones de mis 12 años. Pero la playa, como balneario, había desaparecido por completo; se la había comido el mar.
Irene Reyes-Noguerol (Sevilla, 1997. Autora de De Homero y otros dioses)
Fue mi primer autor que, tras una época marcada por el triunfo de bestsellers, supo poner sobre el tapete la importancia de la ética en la literatura, profundizando en el mal y sus consecuencias. Creo que todos recordamos con especial agradecimiento que supiera reflejar la maldad humana en episodios terribles de nuestra historia reciente como el nazismo, el régimen pinochetista en Chile, la matanza de Tlatelolco en México o el feminicidio denunciado en 2666.
Tomás Downey (Buenos Aires, 1984. Autor de Flores que se abren de noche)
Bolaño fue el último genio. Una figura que excede cada uno de sus libros; uno de esos autores en los que el proyecto es más que la suma de cada una de sus obras, como Borges, o Aira, o Kafka.
Dainerys Machado Vento (La Habana, 1986. Autora de Las noventas Habanas)
El mito-personaje-escritor Roberto Bolaño le juega una mala pasada a su narrativa, porque eleva demasiado las expectativas, al menos para una lectora irreverente como yo.
David Aliaga (L'Hospitalet, 1989. Autor de El año nuevo de los árboles)
La figura de Bolaño se me escurre entre los dedos. Se me viene siempre como un escritor original, libre, intenso… Y no deja de ser curioso que cuando me preguntan por Bolaño siempre aparezcan primero la forma, su capacidad para hibridar géneros, porque si lo pienso, probablemente lo que más me ha impactado al leerlo, lo que más me ha interesado es su capacidad para asomarnos al abismo, para ahondar en las heridas, o su compromiso.
Gonzalo Baz (Montevideo, 1985. Editor en el sello Pez en el hielo)
Bolaño es de los escritores que te ponen en crisis. Necesarios. Un día te sentás a escribir y te das cuenta de que después de haberlo leído, algo se rompió adentro tuyo y que vas a tener que buscar otra forma de seguir escribiendo.
Dainerys Machado Vento (La Habana, 1986. Autora de Las noventas Habanas)
Una tarde, un chico con el que salía sacó de su librero una edición de la poesía de Bolaño, y me leyó algunos poemas. Yo entendí que ese era el escritor que me interesaba. Recuerdo la emoción, el descubrimiento, el wow, esto sí me gusta. Y, sin embargo, pasados tantos años no logro acordarme cuáles fueron los poemas que me leyeron, ni cuáles leí yo en voz alta esa misma tarde, ni recuerdo el título del libro.
Paulina Flores (Santiago de Chile, 1988. Autora de Isla decepción)
Siempre me acuerdo que mi editor al chino me contaba que amaba a Bolaño y que lloraba con Los detectives salvajes; me impresionaba mucho eso. Era muy bonito escuchar que alguien viniendo de una “cultura tan diferente” pudiera conmoverlo.
Tomás Downey (Buenos Aires, 1984. Autor de Acá el tiempo es otra cosa)
Bolaño es quizás la figura más influyente de los últimos quince o veinte años, y es imposible no leer autores latinoamericanos contemporáneos sin intuir, de fondo, algún eco de él. En su obra hay un amor por la literatura del que es casi imposible no contagiarse, una suerte de romantización en la que los libros son más importantes o más grandes que la vida.
Irene Reyes-Noguerol (Sevilla, 1997. Autora de Caleidoscopios)
El suyo fue el retrato melancólico del fracaso de su generación, y muchos jóvenes nos sentimos identificados con esa sensación de melancolía y desengaño. Manifestó una enorme ambición estética sin olvidar nunca el color de las voces locales: otro rasgo que comparte con los escritores contemporáneos, profundamente interesados en sus propios giros idiomáticos frente a la generación anterior, más relacionada a grandes rasgos con ambiciones extraterritoriales.
Dainerys Machado Vento (La Habana, 1986. Autora de Las noventas Habanas)
Diría que si el autor de Los detectives salvajes me ha influenciado sería solo a través de mis contemporáneos, aquellos que yo lea y que consideren que él sí los ha influido.
Fernando Krapp (Buenos Aires, 1983. Director de Beatriz Portinari)
Es una influencia porque su estilo era realmente narcótico. Conjugaba muy bien esa delicada tensión entre experiencia y escritura, a la manera de los beatniks, pero lo hacía como un tercermundista, pobre y alocado, con una fe ciega en la escritura.
Mauro Libertella (Ciudad de México, 1983. Autor de El invierno con mi generación)
Sigo creyendo que Roberto Bolaño y Mario Levrero son los dos escritores que edificaron el puente por el que la literatura latinoamericana cruzó del siglo XX al XXI. Por eso caló tan hondo en los jóvenes. Bolaño lo hizo desde la épica, desde cierta noción de la entrega total; Levrero lo hizo mas bien desde el silencio, desde el ascetismo. Son dos formas complementarias de la entrega, incluso del sacrificio. Son también dos autores que, sentimos, vivieron puramente para la literatura y eso, cuando uno es joven y quiere escribir, es muy estimulante. Saber que hay escritores que se tiran del avión sin saber si el paracaídas va a abrir.
Iñaki Echavarne (Barcelona, Crítico)
Durante un tiempo, la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto, luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la Soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres.