En la penumbra de una celda, un hombre lee.
Está sentado en la cama del calabozo, el libro apoyado sobre las rodillas, el cuerpo levemente inclinado hacia la pequeña ventana enrejada por donde se filtra el sol menguante del atardecer. En el rostro cetrino, sobre uno de los pómulos, lleva la marca de una bala. El resto del cuerpo (tajos, cicatrices, laceraciones, heridas mal suturadas) es la memoria física y brutal de un pasado tempestuoso.
El hombre lee murmurando, siguiendo las líneas del texto con el dedo índice,enfocando los ojos en la luz exangüe del día que culmina. Debe hacer un esfuerzo para concentrarse, porque a su lado uno de sus compañeros de encierro escucha música ruidosa y caliente, cumbia tropical.
“Sin dejar de oírla, me puse a mirar a la mujer que tenía frente a mí. Pensé que debía haber pasado por años difíciles. Su cara se transparentaba, como si no tuviera sangre, y sus manos estaban marchitas; marchitas y apretadas de arrugas. No se le veían los ojos. Llevaba un vestido blanco muy antiguo, recargado de holanes, y del cuello, enhilada en un cordón, le colgaba una María Santísima del Refugio con un letrero que decía: Refugio de Pecadores”.
En la penumbra de una celda, un hombre lee Pedro Páramo.
Está sentado en la cama del estrecho cubículo donde purga su pena desde hace doce años, pero mientras lee está, por un instante, en otra parte, y acaso siendo otro, ajeno a las severidades de la cárcel y a las heridas que todos los días le inflige su mente rumiante, un aguijoneo que le recuerda, sobre todo a la hora de conciliar el sueño, cuando los ruidos se aquietan y la celda se transforma en un pozo ciego, que allá afuera está su hija, su hija de diez años, concebida en la cama desangelada de un cuarto dispuesto para que los hombres reciban la visitas de sus mujeres, un amor suspendido de cuerpos apareándose en los fragores de una cumbia, porque la cumbia es la banda sonora de sus vidas aquí dentro, en el pabellón carcelario, porque la cumbia alegra el espíritu y despeja la mente, y encubre las conversaciones, y cuando se amarran al cuerpo de sus mujeres sofoca los gemidos que provocan el deseo y los ardores de la carne.
Carmen, así se llama su hija.
El hombre que lee quiere cambiar, dejar atrás este infierno, el segundo infierno que conoció en su vida, el del encierro, porque antes atravesó otro sin saberlo, entregado a la fascinación que entonces le provocaba el delito (el consumo de drogas, los robos a mano armada, los enfrentamientos con la policía que dejaron sus huellas en el cuerpo; andar de caño, pastillas y fierros) desconociendo que ese era el principio de su propia derrota.
Me gustaría leerle alguna vez un cuento a mi hija, dice fuera de la celda, en el taller de lectura, junto a otros que como él leen un rato en la biblioteca, leen para despejarse y confiados en que el libro que tienen entre manos podrá brindarles una oportunidad de cambio, leen esperanzados en inaugurar una vida distinta para sí y para los suyos, leen porque el estudio o el aprendizaje de un oficio es siempre bien visto por el juez que debe evaluar sus conductas, siempre y cuando al juez le importe lo que ocurre en el penal.
Me gustaría leerle un cuento a mi hija cuando ella esté por dormirse. Sueño con ella algunas noches.
Algunos días después, recibirá unos cuentos de Elsa Bornemann. Son cuentos hermosísimos, y se los leerá de noche a su hija, a ella y a las amigas que a veces se reúnen en torno al teléfono celular de la niña de diez años que escucha los cuentos que su padre le lee desde muy lejos, fascinadas todas ellas por esa voz del fin del mundo que acicatea su imaginación, una voz que se estira y se demora en cada detalle para que la historia no concluya nunca, una voz que la niña procura retener en su memoria, porque el cuento ha venido a acortar la distancia entre los dos, padre e hija, ha producido el milagro del reencuentro, tan solo un instante.
Esta mañana ha llegado al penal Ana Sicilia cargada de libros. No es la primera vez que Ana Sicilia visita esta unidad penitenciaria en el corazón del conurbano bonaerense, en el rincón más pobre de la provincia de Buenos Aires, siempre con libros a cuestas; libros donados por quienes confían en que un libro puede transformar una vida, torcer aquello que parecía un destino irrevocable. Libros en los pabellones. Así se llama el proyecto que puso en marcha esta periodista y activista social hace cinco años, sin apoyo de ninguna clase, primero en las cárceles de la periferia de la ciudad y más adelante en las de las provincias del interior. Ha donado unos 8.000 libros a las penitenciarias.
Ana es una mujer atractiva, y aunque puede pensarse que no es poca cosa que una mujer atractiva ingrese en un espacio que aloja a hombres en un contexto de encierro, lo primero que se impone es el agradecimiento hacia la mujer que lleva libros a los pabellones. Lleva libros, pero también una palabra de aliento, y a veces ese aliento se transforma en una arenga impetuosa, porque ustedes no pueden volver acá, compañeros, tienen que aprovechar esta oportunidad, estudiar, aprender oficios, dice, y las palabras centellean como relámpagos ante la mirada mansa de unos quince hombres que la escuchan en silencio.
Desde el comienzo, Ana —que ya piensa en plasmar su experiencia en un libro— impuso sus límites: a sus talleres no pueden asistir quienes cometieron violación o pedofilia.
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Un día de hace cinco años, cuando su vida era otra, la vida de una muchacha que exhibía su belleza en pasarelas y avisos publicitarios, ingresó en una penitenciaría. Alguien había leído algunas entradas en un blog en el que escribía sobre libros y mujeres resilientes y la invitó a un taller de lectura y escritura que daba en un pabellón. Ese día empezó su peregrinación por las cárceles.
O quizá empezó antes, razona con los ojos puestos en ese pasado que se le antoja remoto, cuando era estudiante universitaria y escuchaba en los medios de comunicación las historias de la inseguridad en una ciudad temerosa y convulsionada, el relato obstinado de esos delitos, que como si hiciese falta la televisión transmitía (y transmite) encarnizadamente, minuto a minuto, cuadro a cuadro, para el oscuro placer de audiencias tal vez no tan distintas de las muchedumbres que todavía en el siglo XVIII, cuando el teatro del castigo físico estaba en su apogeo, asistían horrorizadas, y al mismo gozosas, al espectáculo abominable del punitivismo: cuerpos descuartizados, lenguas y pezones cortados, hombres y mujeres quemados vivos, manos y pies arrancados de cuajo por la tracción de caballos, estrangulaciones, laceraciones, ahorcamientos y otros tormentos a cielo abierto; el castigo como espectáculo, la fiesta del suplicio a la vista de todos.
Frente al registro minucioso de los delitos, multiplicados en las pantallas de la televisión y en las redes sociales, Ana se preguntó qué razones mueven a alguien que purga una pena entre rejas a reincidir en el delito cuando recupera la libertad. Quiso saber, sobre todo, qué sucedía en la cárcel, qué estrategias de rehabilitación desplegaba el Estado. Ese fue el tema de su tesis universitaria. Después, Dios lanzó los dados: recibió una invitación para ser asistente en un taller de lectura en un contexto de encierro y, al cabo de un tiempo, ingresó cargada de libros a la Unidad Penitenciaria 43, en la localidad de González Catán, uno de los bastiones territoriales del peronismo en La Matanza.
No fue sencillo asumir ese compromiso, poner el cuerpo. Ha debido sobreponerse a las inquietudes de su madre, tan atribulada por las ideas de su hija, Ana la loca, la loca de los libros, porque una madre debe advertirle a su hija sobre los peligros que corre, debe resguardarla de todas las amenazas de este mundo, protegerla amorosamente, que no hace falta, hija, no hay razón para que viajes tantos kilómetros, mucho menos ahora que llevas un embarazo a cuestas, quién sabe qué puede pasarte en un lugar como ese.
Pero cada advertencia de la madre no ha hecho sino robustecer las ideas de esta mujer obcecada y libre de todo prejuicio, porque un libro puede darle un propósito a quien vive entre sombras, dice, abrir un camino nuevo en su vida, transformarla del mismo modo en que hace algunos años transformó la suya cuando ingresó en la universidad pública y dio con la novela Santa Evita.
Ese texto de Tomás Eloy Martínez, que cuenta la errancia del cadáver de Eva Perón, la esposa del General, no modificó solamente su vida como lectora —lo cual ya hubiera sido bastante para una muchacha que creció en una familia modesta de las afueras empobrecidas de Buenos Aires, sin libros ni bibliotecas a su alrededor, sin esas marcas de prestigio tan instaladas en las clases medias ilustradas—, sino su vida a secas, porque desde ese momento Ana supo que habría de consagrarse a los más vulnerables, que ella misma sería abanderada de los humildes.
La vocación por ayudar a los otros había empezado cuando tenía diez años. En Burzaco, un barrio de la periferia de la ciudad opulenta, comenzó a salir de la casa familiar (padre obrero metalúrgico, madre que en las malas limpió la mugre de los demás) para estar con los chicos y las chicas de su edad, en ese umbral de la pubertad que pronto será adolescencia, y en el principio de ese viaje de iniciación se unió a una agrupación religiosa, Acción Católica, una de esas instituciones a las que los más jóvenes asisten en el afán de compartir las horas y los sueños, el apostolado y el despertar sexual, una aventura a la que asisten a veces con fe sincera y otras impulsados por padres agnósticos que porfían en ser fieles a una tradición familiar a la que no se puede renunciar, Dios nos libre y nos guarde.
Diez años, y Ana va todos los fines de semana a un subsuelo húmedo y frío del barrio y, mientras se pregunta por qué tanta desigualdad, dobla la ropa donada que recibirán los que no tienen siquiera garrafa para calentar la comida, y a veces ni comida tienen. Eso recuerda Ana: la garrafa como salvoconducto para salir del territorio del hambre, para calentar el estómago con un plato de polenta o arroz.
Cuando tenía ocho años, su padre, un obrero que no leía, le regaló Veinte poemas de amor y una canción desesperada, los poemas de Pablo Neruda, un libro prematuro para su edad. Después vinieron otros; El principito de Saint Exupery, novelas juveniles y de iniciación, Los ojos del perro siberiano de Antonio Santa Ana, El beso de la mujer araña de Manuel Puig; y más tarde, los libros del tiempo universitario, pero en el principio fueron esos veinte poemas de amor que desataron su amor por los libros.
Me hubiera gustado que mi madre me leyera alguna vez un cuento, dice, la garganta hecha un nudo. Madre bostera, católica y peronista, dice entre risas, que así es como siempre se presentó su madre, que cuando hizo falta fregó pisos para pagarle los estudios y cumplir así con el sueño de la movilidad social ascendente. Me hubiera gustado mucho. Por eso no veo el día en que pueda leerle su primer libro a mi Juancito.
Juan, así se llama su hijo. Como el General.
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Ana ingresa con dos bolsas rebosantes de libros que tienen el logotipo del Museo Evita. Son libros que irán a la biblioteca de uno de los pabellones. Bajo una media sombra que protege del calor, conversa con una docena de hombres que en su mayoría visten camisetas de fútbol. Uno de ellos cuenta que el juez que interviene en su causa le negó las salidas transitorias para estudiar en la universidad, porque ese es un beneficio, le ha dicho, no un derecho. Se inscribió para estudiar Trabajo Social en la Universidad Madres de Plaza de Mayo, que autoriza cursar a distancia.
Las Madres están en dos murales de la penitenciaría y en la memoria de muchos detenidos. Hace algún tiempo, un grupo de ellos quiso bautizar el centro universitario con el nombre de Nora Cortiñas, una de las fundadoras de la institución en 1977. Nora les pidió que no fuera así. Tenía que ser un centro de todas las madres, dijo. Los reclusos reemplazaron su nombre con un dibujo en el que ella lleva sobre su cabeza el pañuelo blanco de las Madres, símbolo de la lucha por los derechos humanos.
En una de las paredes hay una biblioteca de dos módulos de madera unidos por una cinta celeste. Encima, se lee: Biblioteca Ana Sicilia. Uno de los reclusos le da una tijera y ella corta la cinta celeste, sonríe, orgullosa y agradecida, les habla mirándolos a los ojos.
Gracias, les dice, pero no hacía falta. Lean, no dejen de leer, porque el libro es la mejor compañía, lleva a lugares impensados. Tenemos que lograr que los libros entren en los pabellones como una bala, pero como una bala que te da vida. Porque ustedes no tienen que volver acá una vez que ganen la libertad, y mucho menos tienen que venir acá sus hijos. Lean, entonces. Apostemos a la educación. Cuando construyamos este país con los ojos puestos en la educación, tendremos una Argentina diferente.
Ana en el territorio. Ese es su compromiso: poner el cuerpo, lejos de los escritorios y de la burocracia política, codo a codo con sus grasitas, dice y se ríe.
Hace unas semanas, dos exconvictos volvieron a sus casas en La Matanza y se propusieron transformar el basural del barrio en una plaza. El basural servía como territorio de disputa de grupos dedicados al narcomenudeo, y cuentan que una niña murió por una bala perdida en uno de esos enfrentamientos. Ana les pidió a los detenidos que trabajan en el taller de maderas de la Unidad 43 que hiciesen unos juegos infantiles y una pequeña biblioteca ambulante, un mueblecito con ruedas, sencillo, porque donde antes había inmundicia y deshechos quería que ahora hubiese libros. Libros al alcance de la mano en la plaza de juegos del barrio. Libros en el territorio.
Libros como balas, pero balas de esas que dan vida.
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En el viaje de regreso, me cuenta su historia. La militancia temprana en la iglesia y el comedor de su barrio, los poemas de Pablo Neruda, el descubrimiento de los primeros libros, las visitas tempranas a las penitenciarías, el sueño de leerle el primer libro a Juancito. Al día siguiente, le dejo un mensaje en el teléfono celular. Quiero saber qué libro anhela leerle a su hijo, aquel que inaugurará su vida como lector.
A vuelta de correo, recibo la portada de un volumen que atesora en la breve biblioteca infantil, los libros que aguardan a su hijo, la maravilla que Juancito tiene por delante: el primer encuentro con un cuento o una novela, esa primera vez que siempre nos resulta inolvidable porque jamás volverá a suceder.
El libro es Che, la estrella de un revolucionario. En un pasaje de esa historia ilustrada para niños se cuenta que, tras recorrer miles de kilómetros montado en su motocicleta, la forma en que el Che veía al mundo había cambiado, porque al cabo de ese viaje ahora era él quien quería cambiar el mundo. Es que un viaje, leo, puede transformar la mente y el corazón de un hombre.
Un viaje.
Un libro.