En el puente transatlántico que construimos a través de nuestras dos pantallas se traslucen nuestras similitudes, pero también nuestras diferencias. Nos une y nos distancia una luz dorada. Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971) me recibe con la templada y acogedora iluminación de la tarde en su casa. Ella vive en Madrid, en un barrio atrás del Parque del Retiro, a unos minutos caminando del Barrio de Las Letras y la estación de trenes de Atocha. Yo estoy en el pasado, a ocho horas de diferencia horaria, escabulléndome del sol incandescente de la mañana en un cubículo de la biblioteca de la Universidad de Texas en El Paso. La luz que me rodea acá se traga las estaciones intermedias. Es más intensa que la calidez de la incipiente primavera castellana. Sin embargo, más allá del espectro de luces doradas que decoran esta distancia, con Valeria nos unen algunas experiencias comunes como la inmigración, el desarraigo propio de cierta tradición literaria argentina y sus efectos en la experiencia de lo cotidiano y, sobre todo, en el lenguaje.
Y en Hubo un jardín (Páginas de Espuma, 2022), su último libro de relatos, la pregunta por los lugares perdidos y la proyección de los espacios en donde encontrarse están muy presentes. Diferentes ciudades sirven de escenario de esta obra configurada por siete cuentos. En los paisajes que se suceden entre Madrid, Rosario y Córdoba (Argentina), una serie de personajes adultos se preguntan sobre el pasado, en un sugerente entramado de culpas y secretos. Adultos que rememoran experiencias claves de la adolescencia y la juventud, con representaciones muy vivas, sobre todo en los personajes de ‘El invernadero de Eiffel’, donde Vanesa, la protagonista, recuerda su visita durante un verano en la casa de su tía Cleo en Rosario. Una anciana muy singular, que deslumbra a la vez que intimida a la protagonista con sus conocimientos sobre los poderes arcanos de las plantas que cultiva con vocación obsesiva:
Detrás de unas flores azules, vi aparecer la cabeza de tía Cleo. El pelo rojo y crespo sujeto en un rodete alto. Había envejecido de golpe y tuve que rehacer mi recuerdo, tacharlo con sus arrugas. Caminaba con el equilibrio precario de sus más de ochenta años: la agitación de una polilla alrededor de un foquito de luz. Por encima del vestido, un delantal blanco con un bolsillo frontal que desbordaba de pétalos de rosas. Cada dos pasos, algún pétalo caía desde el bolsillo al suelo. Murmuraba algo para sí: ¿menstruación?
–Menstruación.
Fabián se rio.
Otra adolescencia en el recuerdo, otro símbolo de la inocencia perdida, del Jardín del Edén abandonado es Merceditas, la protagonista de ‘Hotel Edén’, otro de los relatos más sugestivos del libro. Ella es la adolescente sensata, testigo de los escarceos amorosos de su hermana en las ruinas de un hotel abandonado en las sierras cordobesas (que, por supuesto, no podría recibir otro nombre que “Edén”). Un edificio con muchas capas de sentido acumuladas en sus ruinas, desde la controvertida relación con los nazis hasta ser el receptáculo de infinitas leyendas urbanas que se retroalimentan a sí mismas:
Bajé la ventanilla, incliné la cabeza y aspiré con los ojos cerrados todo el aire fresco que pude. Cuando se me pasó el mareo, empecé a leer los nombres intermitentes de las estancias y los hoteles que nos salían al cruce por el camino: Gran Hotel Panorama, Sol y Sierras, Hostal del Cucú. A pesar del sol y el paisaje centelleantes, esos nombres de neón apagados me fueron mordiendo el cuerpo con su melancolía. Mi hermana, que me había visto por primera vez feliz en esas vacaciones, tuvo miedo de que mi humor agrietara la fiesta y disparó con los ojos en el retrovisor:
–¿Y ahora qué te pasa, pendeja?
–Nada.
–¿No que estabas contenta de visitar el hotel de los nazis?
–El hotel no era de los nazis, Mari. Lo construyeron unos alemanes a finales del siglo XIX.
El Hotel Edén había sido diseñado como un lugar de descanso para tuberculosos, pero su emplazamiento, lujo y, posteriormente, la Segunda Guerra Mundial lo habían convertido en el spa de la burguesía. Yo me lo imaginaba onda La montaña mágica, pero más grande, pesado y rozando el disparate: cien habitaciones, salones para fiestas, biblioteca, caballerizas y fuentes de mármol de Carrara que brillarían aun de noche, bajo la inmensa luna de leche de las sierras. Se autoabastecía: tenía huerta y criadero y hasta fábrica de cremas heladas. Era tan colosal que a su alrededor se había fundado una ciudad: La Falda.
–¿Cómo que no era de los nazis, pendeja? Si me lo dijiste vos.
–No, yo te hablé de una conexión de los segundos propietarios del hotel, los hermanos Eichorn, con el Partido Nacional Socialista.
–Y de Hitler.
Esa parte era verdad. Le había contado lo que se decía en Córdoba: el Führer y Eva Braun no se habrían suicidado en el búnker en Alemania, sino que se habían fugado a Argentina y habían vivido hasta su muerte en esa Austria tercermundista y falsificada que era la ciudad de La Falda con sus apacibles sierras, llenas de burritos, hierbas medicinales y fenómenos extraterrestres y paranormales.
Aquí los espacios imaginarios (como en ‘El invernadero de Eiffel’ o el matadero de ‘La Celestial’) o lugares históricos, cuyas ruinas perduran en el presente, como el Hotel Edén en la ciudad de La Falda, en Córdoba, Argentina, son algo más que el atrezzo del accionar de los personajes: también inundan al lector con penetrantes y hábiles reminiscencias a las condiciones sociopolíticas de Argentina como un país que fue creado en base a la inversión de capitales extranjeros, así como receptáculo de la inmigración de procedencia cultural e ideológica más variopinta.
Estos espacios no solo adquieren sentido en esa referencia realista y algunos iluminadores detalles costumbristas, sino en su capacidad simbólica. Así es como Hubo un jardín, en modo subjuntivo, remite tanto al abandono del Jardín del Edén, como a la búsqueda constante de este que aqueja a estos personajes asediados por dilemas del pasado. Si en su primer libro de cuentos, La condición animal (2016), Valeria se preguntaba qué nos hace abandonar lo humano para dejarnos llevar por nuestros instintos más bajos, aquí ofrece una continuación guiándose por la pregunta de por qué abandonamos un lugar de bienestar y confort (el Edén). Una intersección entre lo sagrado y lo terrenal que el mismo número siete, estos siete cuentos, representa.
Además, Hubo un jardín parece preguntarse esto, a través de un realismo distorsionado, donde con mucha pericia la voz narradora juega con las expectativas lectoras, cuestionando las frágiles certezas sobre la realidad a través de la omnipresencia del duelo y el suicidio (‘Las comisiones’), lo sobrenatural fantasmagórico (‘Hotel Edén’ y ‘El invernadero de Eiffel’) y la superstición y la religión (‘Donde mueren las perras’). Contra el realismo materialista, seguro de su capacidad de representación, Correa Fiz ausculta el lenguaje y nos contagia esa nostalgia edénica que atraviesa a sus personajes en una escritura donde conviven la poesía y la prosa, como en este pasaje del relato ‘El invernadero de Eiffel’:
El tendido eléctrico de la ruta era un pentagrama vacío. Moscardones de pura esmeralda se estrellaban contra el parabrisas. Vacas, huestes de vacas que alargaban la llanura con sus sombras verdes y allá un molino: sus aspas abrían tajos en las nubes rosas del verano y no sangraban. A la entrada de cada pueblo, los perros ladraban a las ruedas del coche. El viaje por el largo renglón de la pampa parecía no acabarse nunca.
Inquieta habitante de ese jardín infinito que es la literatura latinoamericana contemporánea, Valeria coordina talleres con la escritora Clara Obligado, así como en el Instituto Cervantes de Milán. Además, está trabajando en una novela. Con una trayectoria también como reconocida poeta, no puedo evitar preguntarle sobre la evidente mutua influencia de ambos géneros en su prosa. De la búsqueda de la verosimilitud y la tensión narrativa a la certera puntería con la imagen y el léxico, para Valeria, “tanto el poema como el cuento tienen que dejar una imagen mental y el resto es una experiencia que se esfuma”. Y es en esa pregnancia de la imagen donde se cifra un continuo trabajo sobre las palabras y los sintagmas, que connoten y no solo denoten, como propuso T.S.Elliot con la idea del correlato objetivo, citado por la autora.
Este uso de recursos poéticos en la narrativa también es evidente en el uso de la repetición y, sobre todo, las anáforas, la iteración de la misma palabra en oraciones diferentes. Como en ‘Hotel Edén’:
Estoy lejos, muy lejos de aquella adolescente a la que llamaban Merceditas y fumaba a escondidas y se sentía fuerte y vulnerable a la vez. Merceditas, la de quince años y encima, una mudanza.
Nueva en el colegio.
Nueva en el barrio.
Nueva en la ciudad de Córdoba.
Quince años y de las que leían en vez de ahogar su adolescencia en una pantalla como mi hermana Mari. A la estupidez propia de su carácter y edad, diecisiete, a Mari se le sumaba el amor.
O en el relato ‘Donde mueren las perras’, donde hasta el párrafo asume estructura de verso, sin renunciar a la tensión narrativa y aprovechando la potencia lírica de la repetición y el ritmo:
A Celia López le habían arrancado la lengua.
A Celia López le habían cortado el laberinto del sexo: no tenía labios menores ni mayores.
A Celia López, una nenita de cuatro años, la habían empalado.
El recurso poético también se utiliza al final, en la clausura del último cuento, donde en último verso parece continuar el ciclo abierto desde el título: “Hubo un jardín (…) en tu recuerdo feroz”.
Esta autoconciencia del lenguaje también está presente en las variantes lexicales, en un vocabulario que sorprende en su capacidad de moverse entre todos los castellanos que esta escritora expatriada aún pronuncia con acento rosarino: “Elijo el lenguaje, no la procedencia. Lo coloquial también es una construcción”. Sin ganas de parecer el Cortázar usando palabras que ya no se usaban en el registro coloquial argentino. O Juan José Saer, escritor santafesino radicado en Francia que enviaba sus novelas a colegas escritores argentinos para que le chequearan “su argentinidad”. Sin embargo, a pesar de evitar caer en imposturas, en las genealogías de estos cuentos laten tanto la oscuridad de Silvina Ocampo como el realismo volátil del narrador uruguayo Felisberto Hernández, así como la melancolía y los recovecos confesionales de Sharon Olds y Sylvia Plath.
Asimismo, la extensión de esas imágenes simbólicas sobre el paraíso perdido alcanza hasta el mismo colofón del libro (atención, bibliófilos: solo es accesible en la versión en papel), donde esta pieza de diseño editorial asume la forma de un árbol y un barco, como la última compresión del sentido que ofrece este singular libro de cuentos. Un jardín abandonado al que vuelven los personajes al mirar hacia el pasado, ese edén devenido una selva o un desierto, un lugar que se dejó atrás, como la inocencia perdida de la infancia, solo recuperable en la singular captura que estos cuentos realizan con un realismo volátil, inquieto, pero sólido como una unidad orgánica.