Llevaba una semana en la casa cuando ella le lanzó la bomba: “Estás viviendo con dos putas”.
Y, pese a la revelación, él decidió quedarse.
Era 2010 y Laureano Debat (Lobería, 1981) había dejado su Argentina natal para cursar un máster en Barcelona. Como tantos otros recién llegados a la ciudad con presupuesto ajustado, había buscado una habitación de alquiler. Y la había encontrado en la plaza Letamendi, en el corazón del Ensanche, en un piso con vistas a un convento de monjas. Ahí vivían una madre y una hija, Jimena y Sonia. De Chile. Unas anfitrionas atentas y amables. Que ejercían la prostitución. En su propia casa.
Debat pasó nueve meses en aquel lugar de paredes blancas y desnudas, de ambiente impersonal, por el que cada día entraban y salían clientes de todo pelaje. Él iba tomando nota de todo lo que veía. Y de todo lo que le explicaban. Los cuadernos se apilaban. Memorias de una historia que merecía ser contada.
Doce años después, ese material tiene forma de libro: Casa de nadie (Candaya, 2022). Una “crónica en forma de novela” —o una “novela en la que se cuenta una crónica”, según Debat— en la que el autor, curtido en el periodismo y la docencia, evidencia su manejo de los recursos narrativos, como ya hizo en su anterior Barcelona inconclusa (2017) y como suponemos que también hará en el todavía inédito Colonización. Historias de los pueblos sin historia, proyecto de no ficción coescrito con Marta Armingol y merecedor del Premio La Caja Books.
Debat recibe a COOLT para hablar del libro. Su voz es raposa. El día antes Argentina ganó el Mundial y la victoria, cómo no, hizo mella en sus cuerdas vocales.
- Al cabo de una semana de mudarte, Sonia te dice que ella y su madre son prostitutas. Cualquiera con dos dedos de frente se habría marchado, pero tú no. ¿Por qué?
- Yo no porque no tengo dos dedos de frente [risas]. Es verdad lo que decís, cualquiera con un poco de sentido común se habría ido. De hecho, en un inicio se me pasaron muchas cosas por la cabeza. Lo que me preocupaba en serio era el tema de la seguridad, la de ellas y la mía; las situaciones de hipotética violencia. Después pensé: “Joder, venís a Barcelona a estudiar un máster en Creación Literaria, a trabajar de periodista, y te acaba de caer una historia de casualidad”. Ese fue el primer motor, el “voy a ver qué pasa”. Y a medida que “voy a ver qué pasa”, nos empezamos a hacer amigos. Sonia y Jimena me tratan superbién, empezamos a compartir un montón de cosas juntos: celebran mi fiesta de cumpleaños cuando llevo un mes ahí, vamos al Camp Nou… Empezó una relación de familiaridad, y empecé a sentirme muy a gusto, más allá de saber que estaba en un lugar en el que iba a contar una historia. Eso intenté reflejarlo en el libro, sin caer en la nostalgia. Fui feliz en ese piso.
- Ellas no necesitaban alquilar una habitación por dinero, y tú tampoco es que fueras alguien que pudiera proporcionarles seguridad. ¿Por qué crees que te acogieron en su casa?
- No tengo la respuesta, esa pregunta es uno de los motores del libro. Y dejo que el lector pueda responderla, por eso escribo, porque me interesa ese feedback, esa reescritura en los otros y las otras. Les caí bien, me cayeron bien, y todo empezó a fluir. Si no hubiera fluido me hubiera ido, porque además Sonia era muy directa. Quizás también estaba eso de que quisieran compartir una vida normal con alguien que no fuera del trabajo.
- ¿Hubo algún acuerdo explícito con ellas de que ibas a recoger su historia?
- En un momento empiezo a interesarme por su historia, a hablar con ellas. Y cuando me contaba cosas, Sonia me decía medio broma medio en serio: “Tenés que escribir algún día algo sobre nosotras, tenés material para mucho”. Cuando el libro estaba ya en marcha le mandé un correo diciéndole que iba a escribir sobre ellas. Sonia me respondió que muchas gracias por acordarme de ellas, como muy indiferente.
- Sin su permiso, ¿hubieras escrito el libro igualmente, quizás como obra de ficción?
- No, no lo habría escrito. Podría haberlo novelado, disfrazado mucho más, con personajes de otro país... pero la riqueza que tiene la historia es que la viví. Después ya está el pacto con el lector, de si se cree lo que lee a nivel textual.
- Durante esos nueve meses de convivencia con ellas, ¿qué es lo que más te impactó?
- Las adicciones de Jimena. Tenía una relación muy cercana con ella y me preocupaba que consumiera. Se encerraba en la habitación durante días y yo no podía ayudarla; me daba pena. Y en el caso de Sonia, la veía muy sola. Recuerdo que yo había ido varias veces al gimnasio con ella. Ahí no ocultaba su condición, se sentía muy a gusto, se sentía bien. Pero la última vez que la acompaño, cuando Sonia se da la vuelta, varios de los que la conocen la critican, se ríen. Eso me dio mucha tristeza, por ella y por la miseria humana.
- En el libro no estableces juicios morales respecto a lo que hacen Sonia y Jimena, los que alguna vez dictan sentencia sobre ellas son tus amigos y amigas. ¿Qué opinión tenías de la prostitución antes de llegar a la casa y cuál tuviste después?
- No sé si tenía alguna opinión al respecto. Me crie en una casa alejada de todo vínculo con la Iglesia, así que no había juicios morales en ese sentido. Sólo conocía la prostitución porque mi pueblo tenía una zona de puerto con muchos prostíbulos, con trata de mujeres, una cosa muy sórdida. De adolescentes íbamos ahí por el morbo, y ya. Cuando realmente me empecé a interesar por el tema fue a raíz del libro. Hice una investigación de literatura, series y crónicas relacionadas con la prostitución para darle magnitud a la historia, para ver en qué tradición encajaba. Más allá de eso, mi visión sobre el asunto cambió en el sentido de que conocí la prostitución de cerca, sus secretos, las bambalinas.
- ¿Y cómo te sitúas en el debate entre abolicionismo y regulacionismo?
- Me interesó leer mucho sobre la cuestión, y en el libro cito a las dos posturas. Pero es un tema tan ríspido y encontrado que no tengo opinión al respecto. Y no creo que tenga voz, no creo que tenga derecho. Es un debate que le corresponde al feminismo.
- Sonia y Jimena parece que ejercen la prostitución libremente, sin un proxeneta que las controle. ¿Eso te descolocó?
- En la ciudad en la que fui a la Universidad ya conocí a mucha chica que trabajaba de escort. Es un mundo oculto y desconocido, pero que está ahí. Según lo que me cuentan Sonia y Jimena, ellas no estuvieron en el circuito de trata, aunque podían haber entrado, porque llegaron a España sin papeles. Montaron su propio negocio, eran como autónomas.
- Una constante en el libro es el tema de la medicación. Sonia y Jimena, al igual que una parte importante de la sociedad, parece que necesitan doparse para afrontar el día a día, el trabajo duro. Y ese consumo de droga, ya sea legal o ilegal, recorre los distintos capítulos a través de interludios que juegan con el lenguaje del vademécum.
- Ellas nunca me contaron que nadie las golpeara, pero se enfrentaban a otra violencia: la de practicar sexo con un cuerpo que les repele. En el ritmo de la casa, el cajón en el que guardaban los medicamentos era un aspecto fundamental, y me pareció una buena idea parodiar el texto médico, el vademécum, para hablar de ello. Mi tío es médico, mi madre es quinesióloga, así que el tema de los medicamentos siempre me interesó. Trabajar eso a nivel de ensayo me sirvió para contar cosas de Sonia y Jimena y dar un descanso a la trama. Elegí nueve medicamentos, uno al mes, para marcar una continuidad. Desde el Válium al Favilax. De lo más químico y potente a lo más natural.
- Describes el piso de Casa de nadie como un ‘no-lugar’. Así, vemos que no hay diferencia entre un burdel y un piso compartido estándar: los mismos muebles de Ikea, esa sensación de provisionalidad...
- Cuando decís la palabra burdel, te lo imaginás como un lugar de color rojo, sugerente, y este piso, que técnicamente no era un burdel, era un lugar que parecía una oficina de esas que se alquilan, de pared blanca, desprovisto de huella. Eso fue un desafío, contar cómo es un lugar en el que no hay nada.
- Barcelona está en el libro, pero apenas se intuye. La acción transcurre en el piso y su entorno más cercano. ¿Hubo una decisión consciente de ocultar la ciudad?
- Sí, yo ya había contado la ciudad hasta el último detalle en Barcelona inconclusa, y esto era el reverso, una novela de interiores. Los momentos en los que aparece la ciudad están muy seleccionados: la final del Mundial que ganó España, la manifestación del Estatut, una escapada a Calella de Palafrugell.... Todo transcurre en esa plaza Letamendi. Aparte, todos éramos personajes de ahí, de esa vecindad.
- En el texto se insiste mucho en la idea del teatro. Tú estás en el camerino del show, no acudes al escenario principal, donde tiene lugar el sexo. Y vemos cómo la vida tiene algo de representación teatral...
- Había sido testigo de una historia que no se suele retratar al hablar de la prostitución, que es cuando no se tiene sexo. Hay una película francesa, L'Apollonide, que se ambienta en el siglo XIX, en el interior de una casa de citas, y casi no hay escenas de sexo, sólo vemos lo cotidiano. Yo viví eso en el siglo XXI. Nunca vi cómo tenían sexo Sonia y Jimena, todo lo que hay es lo que me contaban, lo narrado por ellas. Era la imposibilidad de ver: fui voyeur del camerino. En el teatro italiano hay una expresión, dietro le quinte, que alude a que la realidad está en el camerino y la ficción en el escenario. En realidad no, hay mucha simbiosis, no siempre se actúa, aunque a veces representas un papel.
- Decías que en la trama adoptas el papel de voyeur, y eres un voyeur que todo lo registra, todo lo anota. ¿Cómo fue luego el proceso de selección?
- Tenía muchas cosas apuntadas y luego estaba el reto de ver cómo cuento una vida, las vidas de Sonia y Jimena. Por eso el libro tiene estructura de novela, con sus personajes principales, secundarios, su trama. Hay muchas cosas que quedaron fuera. Lo principal es la historia de ellas, y yo como personaje secundario si querés. Después fui seleccionando los personajes que más me interesaban, y ahí había otro desafío: el de construir bien esos personajes efímeros, que llegan y se van. Me interesaba reflejar ese ritmo. Por otro lado, traté también de mostrar cosas de la vida misma, de la convivencia. No estaba todo el tiempo entrevistándolas.
- En el libro expones bastante de ti: hablas de tus relaciones amorosas, te vemos consumir cocaína… ¿Te dio pudor abrirte tanto?
- Fue un pacto ético conmigo e implícito con Sonia y Jimena: si iba a exponer cosas de ellas, me parecía justo exponer también cosas mías. En el libro aparecen Lola y Alejandra, dos chicas de las que me enamoré y que ahora son buenas amigas, y que entran en la trama porque se relacionaron de forma distinta con Sonia, por lo que me servían para reflejar ese contrapeso. El tema de las drogas me dio algo más de pudor, pero tenía que contarlo porque me interesaba esa parte de Jimena, y si no me incluía el relato no era completo.
- Tardas 12 años en publicar la historia. ¿Por qué pasó tanto tiempo?
- Por muchos motivos. Uno fue el tema de exponerme, eso me costó bastante decidirlo. Después necesité un poco de distancia también. Y en esa distancia empecé esa labor de investigación de buscar la tradición en la que se inscribía la historia. Y luego está la vida misma: empezás a trabajar y te cuesta horrores ponerte con un proyecto así. Cuando tomé definitivamente la decisión de escribir el libro fue con la publicación de Barcelona inconclusa, cuya primera crónica es el primer mes viviendo con ellas. Ahí ya fue un compromiso público: me hago esa promesa y la tengo que cumplir. Eso fue en 2017, y a partir de ahí se empezó a armar el libro bien. Me hubiera gustado sacarlo antes, pero ya está, salió cuando salió.
- ¿Cuándo contactaste por última vez con ellas? ¿Han leído el libro?
- Fue hace tres años o así, cuando les dije que iba a escribir sobre ellas. Si se lo quieren leer se lo voy a enviar; yo no les voy a enviar una copia, porque a lo mejor no lo quieren leer. Entiendo que les puede parecer duro enfrentarse a ese pasado.